Caza de brujas
No soy demasiado aficionado al cine actual y mucho menos a ciertos personajes de la industria. Uno de ellos es el archimitificado como Apolo para la mujer actual George Clooney. Desde que lo descubrí haciendo de médico en la maltratada serie “Urgencias” me ha parecido un actor pésimo. Pero así como el mejor escribano puede echar un borrón también se da la circunstancia, más excepcional, de que un mal escribano escriba derecho con sus renglones torcidos y llenos de marcas. Clooney tuvo una buena idea cuando retrató en “Buenas noches y buena suerte” a Edward Murrow, el periodista que se opuso al alcohólico y terrible senador McCarthy y que acuñó cierta sentencia que conviene citar y no olvidar: “Debemos recordar siempre que una acusación no es una prueba y que una condena depende de la evidencia y del debido proceso de la ley”.
Ese periodo de la historia de los EE.UU conocido como el “mccarthysmo” tuvo un precedente en la caza de brujas llevada a cabo en el siglo XVII en la localidad de Salem y alrededores. El paralelo entre los procesos surgidos de ambos acontecimientos, con la brujería y el comunismo de trasfondo, podría parecer evidente, pero solo un hombre supo explotarlo de manera artística y desarrollar una obra que, con la literalidad del texto puesta al servicio del acontecimiento más antiguo, describiese facsimilar y alicatadamente lo sucedido tras la Segunda Guerra Mundial en la “tierra de los libres”. Ese hombre fue Arthur Miller.
Miller, fallecido en 2005, es uno de los grandes genios del teatro americano del XX. Su “Muerte de un viajante” contiene una intensidad tan grande a la hora de valorar el sueño americano que, solamente por ella, podría situársele por encima de Tennessee Williams o Eugene O´Neill. Aquí, a pesar de recibir el Premio Príncipe de Asturias, ha sido leído poco y mal, por lo que su existencia para el común de los mortales cultos se resume en los cinco años en los que sus sempiternas gafas fueron el accesorio más cercano del mundo a los deseados labios de Marilyn Monroe. No es poca cosa.
La editorial Cátedra ha editado en su siempre fiable (me atrevería a decir brillante, incluso) colección “Clásicos Universales” “El Crisol”, la obra ya anteriormente descrita, en la que se tratan los dos momentos de la historia americana en los que la histeria llegó tan lejos que estuvo a punto de sumir al país en el caos de una teocracia (primero) o de la abolición de facto de la conocida “Primera Enmienda”, que soporta la sacrosanta libertad de expresión en ese país.
Teatralmente Arthur Miller no fue un gran innovador. Tenía buenas historias y el discurso en el que las plasmaba no tenía que ser avanzado. Por tanto no espere el lector ni a un dramaturgo del siglo XX al uso (pongamos como paradigma a Samuel Beckett) ni a un maestro de lo metateatral como Pirandello. Para interpretar a sus personajes no hacen falta ni las habilidades miméticas de Stanislavski ni el distanciamiento brechtiano. Consciente de que, en contra de lo que se quiere hacer creer ahora mismo, el teatro está hecho para ser leído lo mismo que para ser representado, introduce la figura inicial de un narrador que aclara muchas de las circunstancias contextuales en el inicio de la obra y después se va difuminando hasta dejar hablar solos a los personajes en el tercer y el cuarto acto.
“El crisol” deja una galería de personajes para el recuerdo, con especial mención para John Proctor, que acaba erigiéndose en protagonista de la obra y portavoz de las actitudes del propio Miller cuando fue interrogado por el Comité de Actividades Antiamericanas. Su dignidad arrastra al lector/espectador hacia un profundo proceso de catarsis. Aunque los hados no intervengan en la obra como si fuera una tragedia griega, no es difícil purificar ciertas frustraciones en la persona de aquel que es sojuzgado por defender su honor (manchado por un “error funesto” con la acusadora Abigail) y que trata de mantener los restos de su dignidad a base de no juzgar a sus vecinos en el clima de terror instaurado por la justicia teocrática que representa el juez Danforth.