Criticar al crítico
El estado de la crítica literaria actual es, como otras muchas cosas que nos rodean, cuando menos confuso. En la crítica académica nos encontramos con oleadas de estudiantes que eligen programas de Teoría de la Literatura y Crítica Literaria para después estudiar cine, videoclips, fotografía o videojuegos. Muy respetable, pero algo incomprensible. Los que optan por fenómenos puramente relacionados con ese artefacto que es el libro se escoran hacia los Estudios Culturales (el sexo del escritor, su raza o su religión) o los Post-Coloniales (aquí no hace falta aclarar nada). Por lo tanto, un determinado tipo de crítica va camino de la extinción o, cuando menos, de convertirse en algo residual. Es la crítica basada en criterios estéticos, lingüísticos y comparatistas que se enraíza en una tradición determinada, bien nacional bien universal.
Claro, que esta crítica que podemos llamar “estética” no es el bálsamo de Fierabrás para todos los males de los Estudios Literarios. De hecho, hacer crítica de esta manera supone encumbrar a ciertos estudiosos hasta convertirlos en una especie de Papas de las letras. Esto sucedió, en buena parte del siglo pasado, con la figura de Thomas Stearns Eliot. Ahora la editorial Lumen recupera algunos de los mejores ensayos del autor de “La tierra baldía” y permite que sigamos, por la vía de una organización cronológica, la evolución de su pensamiento literario.
He de reconocer que tenía sensaciones contrapuestas a la hora de afrontar el libro. Por un lado, Eliot es uno de los mejores, sino el mejor, poeta norteamericano del siglo XX (en dura pugna con Wallace Stevens) y desde luego el más influyente. Sin embargo, al conocer como conocía su trayectoria crítica, se levantaba ante mí una barrera infranqueable. ¿Cómo juzgar con benevolencia al padre del neocristianismo en la literatura? ¿A un hombre capaz de mentar al fascista Charles Maurras a la hora de definirse como “conservador, monárquico y cristiano”?
Si superamos la barrera y leemos con atención, sorprende encontrar a un T.S. Eliot de opiniones muy arriesgadas respecto al canon tal y como nosotros lo conocemos. Por ejemplo, vemos como ataca “Hamlet” y a Shakespeare en general para poco después encumbrar a una serie de dramaturgos isabelinos –Tourneur, Middleton, Ford, Webster– que ni se acercan al bardo de Stratford en osadía lingüística y profundidad en la trama. Si con el teatro no tuvo éxito, en la poesía dejó una huella profunda. John Milton, de quien no hace mucho hablamos aquí por su “Areopagitica”, fue proscrito por eliminar las posibilidades del “verso blanco” en inglés… y por ser un puritano de tomo y lomo. Por suerte, en su lugar fue encumbrado John Donne (les ahorraré la descripción del “bonito” mundo literario que tendríamos si Andrew Marvell hubiese sido el agraciado con las buenas palabras de Eliot).
A Eliot, en lo crítico, se le puede aplicar ese refrán tan gallego de “fai o que eu digo e non o que eu fago”. Condujo por las veredas ya comentadas a cientos de críticos y dejó huella indeleble en la literatura crítica inglesa. Pero en su actividad como poeta se resistió siempre a reconocer influencias más inmediatas como la de Walt Whitman. Prefirió a Dante, a Baudelaire, a Jules Laforgue (ignorando que los versos de éste estaban inspirados en Whitman) o a Tristán Corbière. El ensayo dedicado al poeta florentino es una muestra de la profundidad crítica de Eliot y de su gran habilidad como lector.
Los ensayos de madurez hacen que el espejo de Eliot nos devuelva una imagen muy distinta: la de un escritor que sabe que se puede “criticar al crítico” y que es consciente de que sus posiciones de juventud tienen el deje de la “boutade”. Imagínense lo que pasará con este artículo dentro de veinte años. Por lo pronto, me guardo el libro de Eliot. Creo que en el futuro lo necesitaré.