Histórico de agosto de 2012

Solos

Viernes 10 de agosto de 2012

Tengo un amigo con el que suelo discutir cuestiones trascendentes. Pero trascendentes de verdad, nada de la liga del Madrid, los recortes de Rajoy o la infidelidad de Kristen Stewart. Cosas que uno solo discute con aquellos que a priori no le van a rebatir, porque a pesar de la confianza sería incómodo. Él es un tipo con buena posición, con una profesión liberal, juvenil (para lo que ahora se estila) y educado. En medio de cierta cena con asuntos importantes encima de la mesa acabamos discutiendo sobre si era más importante para el catolicismo moderno el concilio de Nicea o el de Constanza. No le di más importancia, pero se estaba gestando una batalla dialéctica de primera.

Resulta que cuando salieron las discusiones religiosas a relucir, descubrí que él no era ateo, ni materialista. De hecho es un defensor pugnaz del agnosticismo, si bien no en las posiciones de su “inventor”, T.H. Huxley. A la hora de defender mi posición salieron a relucir Demócrito, Lucrecio, el barón D´Holbach, Feuerbach, Dawkins y Hitchens. Ni caso. Instalado en el trascendentalismo, lleva dos meses defendiéndose e incluso ha llegado a acorralarme. Tanto que he dejado la filosofía y me he pasado a la ética y a la ciencia. Para ayudarme he estudiado “Solos en el universo”, obra del divulgador John Gribbin y que publicaba Pasado & Presente hace unos meses.

Que todavía no conozcamos no significa que no podamos conocer. Además, y por fortuna, podemos deducir. Gribbin, en este breve libro, asequible aún sin poseer conocimientos de Astronomía, Biología o Geología, nos enseña como aprovechar lo que ya conocemos, ese 4% de materia y las leyes que la rigen, para aprender acerca de lo que ignoramos.

Resulta confortable pensar que no estamos solos en el universo. También resulta confortable pensar que, cuando fallecemos, no pasamos a formar parte del humus. Sin embargo, tras miles de años de “Homo”, aún estamos esperando a alguien que indubitablemente haya regresado de un más allá cualquiera o la visita fehaciente de algún ser del Universo, a ser posible sin aviesas intenciones. Gribbin no se mete en lo del más allá, pero no duda al afirmar que la vida es una sucesión de serendipias que permiten afirmar con completa certeza que estamos solos en medio de la inmensidad. Lo cual no deja en una posición muy cómoda a la trascendencia de mi colega.

Si me meto a explicarles en detalle todas las cuestiones que llevan a Gribbin a afirmar esto, necesitaría mucho más espacio y se llevarían a las vacaciones un mal sabor de boca. Así que me limitaré a explicarles que Enrico Fermi, un físico genial, se preguntaba cómo podíamos afirmar taxativamente algo que todos los datos recogidos en el planeta niegan con claridad. Y que Frank Drake, en 1961, propuso una ecuación con ocho variables que comenzó soportando la teoría de la vida en el espacio y que, conforme pasan los años, empieza a dar vida a las interpretaciones contrarias, como Gribbin demuestra. Si una sola de esas ocho variables es igual a cero, todo el castillo se hunde.

Los ateos materialistas también tenemos derecho a retiro mental. Vamos, derecho a que nuestras excrecencias químicas cerebrales se mezclen en otro orden para, por ejemplo, atender a los Juegos Olímpicos y a los niños pequeños, que son “tan iñorantes que non saben ren de xeometría”, como diría Celso Emilio. Mi amigo puede solazarse en un retiro espiritual si quiere, lo mismo que ustedes. Nos vemos en septiembre, salvo que Dios o los extraterrestres intervengan antes, que es lo que nos falta.

Carta a Lía

Viernes 10 de agosto de 2012

Hoy es el primer cumpleaños de Lía. Solamente es capaz de andar cogida de la mano, habla poco, tiene unos ojos azules enormes y, sobre todo, una sonrisa para todo el mundo. Una de esas sonrisas que a la gente les resulta extraña en estos tiempos, el buen gesto de alguien que no sabe lo que se le viene encima en el futuro o que conoce secretos sobre la felicidad de la vida que uno desconoce. Vamos, ella es la esencia del refrán que dice que Dios protege la inocencia.

Lo que no sabe Lía es que mientras ella se dedica a crecer y su madre a gestar de nuevo, los adultos le estamos dejando un mundo hecho unos zorros. Lamentable hasta un punto extremo. Y que no parece ir a mejor desde hace muchos años. O al menos eso es lo que he podido deducir de la lectura de “Chomsky esencial”, una obra del polemista estadounidense más conocido en Europa que publicaba hace un tiempo Espasa en la colección Austral.

Chomsky es un tipo que suele caer bien a mis amigos más subversivos. Yo le tengo cierta tirria porque tuve que sufrir como estudiante de Lingüística sus “Conferencias de Managua” y la reacción que en las universidades del Noroeste español han provocado sus teorías generativistas, una herejía desde el punto de vista de los funcionalistas.

Con la llegada de Nixon al poder, Chomsky se “olvidó” del generativismo y se convirtió en un activista con un ideario democrático, anarquista, contrario a las corporaciones y al sistema económico imperante, contrario también a la ortodoxia de los medios de comunicación y, en cierto sentido, humanista. O al menos curioso a la hora de afrontar el conocimiento.

Con semejantes armas y una coherencia a prueba de bombas, Noam Chomsky se ha mantenido activo durante cinco décadas. Ya no hay guerra en Vietnam, ni en Nicaragua, ni en Timor Oriental. Henry Kissinger obtuvo el Nobel de la Paz y a Xanana Gusmao le faltó un pelo. Oliver North ya no vende armas a la Contra sino que trabaja para la Fox. Ronald Reagan crece en las encuestas como uno de los presidentes más valorados de los Estados Unidos en el siglo XX. Solo se mantiene el conflicto en Palestina. Los problemas están en la economía y la calidad democrática europeas, en Sudán, en Mali o en Zimbabwe. Y sin embargo lo que dice Chomsky tiene plena validez.

La tiene porque Estados Unidos controla el mundo, con sus dólares, Hollywood, Michael Phelps, Ronald McDonald y Steve Jobs. Lo controla hasta tal punto que han sido capaces de convencernos, como explica el autor, de que la libre empresa tiene éxito en USA y que eso se ha exportado a países como Corea del Sur, cuando en realidad lo que funciona en la tierra de los libres es lo planificado y Corea roza el comunismo en la planificación estatal. El caño libre a la hora de dar dinero ficticio (crédito, etc.) ha hundido a muchos países europeos, que caminan a toda prisa hacia las “vías de desarrollo”. La culpa no era particularmente de los rojos ni ahora de los azules sino de un sistema que los dos defienden y que en Europa se hunde. Pero no en China, ni en Japón, ni en Brasil. Y todo esto se entiende en la clave de esta obra.

Bonito futuro para una niña lucense de un año: que su padrino le explique cuando no puede entenderlo que esto es un desastre y que sería mejor que hubiese nacido en Shangai. Allí Hu Jintao seguro que no dejaría que leyese a los pesimistas realistas.

Paraliteratura de Grey

Miércoles 1 de agosto de 2012

Como llevo una vida muy estresada (lo mismo que otros cuantos miles de profesores, críticos y filólogos en este país) de vez en cuando me gusta afilar la tecla y sacarme un poco de bilis literaria de encima. Se trata de coger algún artefacto (me niego a llamar libro a ciertas cosas), leerlo con la misma atención con la que uno lee “Los viajes de Gulliver” y, una vez que uno ha acumulado suficiente mala leche, sentarse delante del ordenador mientras se riega el escritorio con el colmillo.
Queridos lectores, he estado diez años estudiando Filología, con sus Másteres, cursos, DEA, etc. Por el camino he tenido la suerte de tropezarme con algún libro que me llevaría a una isla desierta, caso de la “Teoria da Literatura” del profesor portugués Aguiar e Silva. Todo lo estudiado, muy posiblemente, no me faculte para saber qué obras son verdaderamente geniales (ni a mí ni a nadie). Pero lo que sí he conseguido aprender, sobre todo en la obra citada, es cómo distinguir aquellas que son absolutamente lamentables. Es el caso de la cacareada “Cincuenta sombras de Grey”, que inunda librerías y mentes calenturientas.
Los filólogos tendemos a ser educados en el ejercicio de nuestras funciones, así que hemos desterrado los prefijos “infra” y “sub” para hablar de libros como este. La etiqueta “paraliteratura” parece remitir a aquello que está al margen, sin que por ello sea necesariamente malo. Por ejemplo, a Agatha Christie, a Julio Verne o a Reverte (por muy académico que sea). Desengáñense: si se deciden a leer la obra de E.L. James no encontrarán nada de interés. ¿En qué estaba pensando la famosa revista “Time” al nombrarla una de las cien personas más influyentes? Probablemente lo mismo que cuando decidieron que Michelle Bachmann (política americana que declaró que los huracanes tenían que ver con el matrimonio gay) tenía que estar veinticinco puestos por encima de David Cameron.
¿En qué mejora E.L. James a Corín Tellado? En nada. La “Serie Jazmín” era bastante más honrada que esto, al menos por barata. En lo literario, la obra es bazofia. La novela rosa, como género, suele caer en el ripio (técnicamente, en la incapacidad para adaptarse a nuevos códigos lingüísticos, estilísticos y genéricos); James va mucho más lejos y fracasa de manera estrepitosa. Podría meterme con una estructura de narración que es más simple que un palillo: chica torpe y culta conoce a chico guapo y riquísimo con oscuro pasado y descubre el mundo gracias a ella. Claro, que con esa estructura simple y un par de añadidos se vertebran “Romeo y Julieta”, “María” o “Tess, la de los D´Urbervilles”. Casi nada.
Así que es mejor centrarse en el intento de conseguir un monólogo interior que no apeste a frustración. Escribir en tercera persona con un narrador omnisciente, algo tenido por fácil, es extremadamente complicado. Reflejar lo que piensa un personaje (ya no hablemos de un autor implícito) es todavía más difícil. Y si no se hace bien lo que sucede es que la presunta intelectual Anastasia Steele parece tan incapaz de expresarse como Benjy, de “El ruido y la furia” (lectura recomendada). Su diosa, su labio y su ceño aparecen cada dos páginas y son más aburridos que ver llover. Introducir e-mails en la narración podía resultarle a Snowqueen´s Icedragon, pero aquí es una chapuza. Y, si la van a comprar por el morbo, que sepan que, con abrir un par de páginas de Internet, se enterarán mejor de lo que es el sado que con un libro que pide Viagra literaria a gritos.

Lorenzaccio

Miércoles 1 de agosto de 2012

Cuando a los adolescentes se nos enseñaba en el antiguo COU Filosofía con una seriedad y profundidad desconocidas en este momento, aquellos de mayor “sensibilidad revolucionaria” se sentían atraídos, de manera obvia, por la filosofía de Friedrich Nietzsche. El que sobrevivía al genio bigotudo podía embarcarse en una aventura que tenía como uno de sus primeros apeaderos “La decadencia de Occidente”, de Oswald Spengler, obra desmesurada y compleja que está al alcance de la mano por haber sido editada en la nunca bien ponderada colección Austral. No avancé mucho en su lectura pero sí lo suficiente para encontrarme unas sabias palabras de un hombre en general desatinado como Spengler. Aquellas en las que se queja de la inculta e injusta postergación histórica de Bruto a favor del tiránico Julio César.
A esas alturas de la película uno ya había intimado lo suficiente con ese genio multiforme que era Francisco de Quevedo y leído a Shakespeare. También era aficionado a Astérix y lector de Thornton Wilder. De resultas de todo esto encontré natural estar de acuerdo con Bruto. Su fortuna cambiante se ha debido también, quizás, a que aquellos que han reclamado su legado (literario e histórico) no eran demasiado dignos de él. Es el caso de Lorenzaccio, el protagonista de la tragedia shakesperiana de Alfred de Musset que ahora edita Cátedra en sus “Letras Universales”.
Los temas de la villanía en Literatura son de lo más apasionante, y más cuando el bardo de Stratford está por el medio, en obra o espíritu. Musset había asumido buena parte de sus enseñanzas con solo 23 años y, adaptando una escena realizada por su entonces amante –y muy talentosa escritora– George Sand, creó al villano teatral con más pulso del diecinueve francés. Un tipo que no alcanza a Yago (no creo que eso sea posible) y que recuerda a la mezquindad de Edmundo. Lorenzaccio de Medici vive a la sombra del Duque y se debate entre una grandeza de pensamiento innegable (véase justo en el ápice de la obra, Acto III Escena III, el diálogo entre Lorenzo y Filippo, en especial el largo soliloquio del primero en el final), una fidelidad particular a su ciudad y un carácter disoluto que ennegrece todas sus acciones. Es un aristócrata que defiende la herencia de la República romana y no un patriota. El asesinato del Duque no es una fría acción digna de Lady Macbeth ni un acto irracional propio de Raskólnikov. Es un acto de leve justificación en un entorno salvaje.
Porque el 26 de abril de 1478, el día de la conspiración de los Pazzi, comenzó la era de las convulsiones políticas en Florencia. Aquella que Harry Lime definió como una época en la que en medio de todo tipo de felonías apareció el Renacimiento, mientras en Suiza se gestaba una democracia que ha producido el reloj de cuco (y el bosón de Higgs, parece). Lorenzaccio vivió cincuenta años después, cuando la grandeza de Lorenzo de Medici era un verdor camino de perecer. Lorenzo promovía estatuas, su descendiente se ganó el apodo despectivo al decapitarlas. Tuvo que marcharse de Florencia y vagó durante once años por distintos países, incluido el imperio Otomano. Musset pudo aprovecharlo y estirar el éxito de su obra. Prefirió cambiar el final y hacer que Lorenzino acabase como sus tribulaciones requerían. La licencia poética no le hace perder pulso a la obra. Más bien habla de la osadía de Musset, un hijo de sus siglo que sabía leer en la historia del XV y el teatro del XVII.

Otro gurú más

Miércoles 1 de agosto de 2012

Como la próxima semana vamos a hablar de obras teatrales francesas del siglo XIX (que no son precisamente el tema más de actualidad del mundo), déjenme que esta les siga dando la paliza con libros sobre la desastrosa actualidad económica. En esta ocasión, traemos a otro gurú económico. Sí, ya lo sé: estamos cansados de expertos que parecen tener el bálsamo de Fierabrás para la peor situación económica desde el crac de 1929. En realidad, ninguno de ellos acierta, aunque “The Economist” te nombre el tercer economista más influyente del mundo, como es el caso de Jeffrey Sachs, autor de “El precio de la civilización”.
El currículum de este hombre es para asustarse. Formado en la Ivy League, presume de haber ayudado al desarrollo económico en América Latina en los 80, los países del Este tras la caída del Telón de Acero (!) y en el África Subsahariana. Si tenemos en cuenta el corralito y los desastres financieros bolivianos o peruanos, la inflación y la economía sumergida de los países de la órbita COMECON (los niños de la ESO a mirar la enciclopedia, por favor) y la pobreza insoportable que azota Chad, Mali o Níger… No creo en la taumaturgia ni tampoco creo que una sola persona sea capaz de sacar de la depresión económica estructural a un país. Pero me hubiese fiado más de sus propuestas con una trayectoria comparable, por ejemplo, a la del doctor Borlaug (que salvó a millones de personas del hambre en India y otros países al modificar el cultivo del arroz).
La obra de Sachs está esencialmente centrada en la economía norteamericana, que ocupa desde hace un siglo una posición predominante en la mundial. Si tenemos en cuenta que fue la locomotora de los Estados Unidos la que sacó a Europa en los cuarenta de su situación más comprometida desde la Guerra de los Treinta Años, sería esperable que en la tormenta que vivimos ahora sucediese lo mismo. No parece que sea probable. De hecho, las previsiones apuntan a que en 2020 China será la primera economía mundial.
Sachs analiza las causas del bloqueo de la economía estadounidense con la ayuda de una buena cantidad de gráficos y tablas, que hacen la lectura mucho más comprensible para el profano, y con una profusión de datos que, en ocasiones, revierten la accesibilidad lograda por las tablas. A pesar de presumir desde el inicio de tomar una perspectiva económica integral, que tiene en consideración los valores culturales asociados al dinero, juzga la economía USA en función de criterios europeos. ¿A usted le parece aberrante que el Estado no se ocupe de dar educación, sanidad y ayuda a los desempleados? A mí, sí; sin embargo, a una parte de los habitantes del país más rico de la Tierra les parece que hacer eso es atentar contra los derechos del individuo. Y eso que allí a lo que obliga la reforma avalada por el Supremo es a que los ciudadanos suscriban un seguro privado y que las aseguradoras no puedan rechazarlos. Romney, si gana el 6 de noviembre, se va a cargar la reforma.
Según Jeffrey Sachs, la economía de Estados Unidos se derrumba y solo crea desigualdades. Las sociedades europeas, caracterizadas por el Estado de Bienestar hasta hace poco, caminan hacia su abolición. Las recetas para remediar estos problemas no parecen muy claras, más allá de la economía mixta, un gran invento: equilibrar lo privado y lo público. Lo que no se ha explicado aún es qué pasa cuando no funcionan ni lo uno ni lo otro.