Histórico de junio de 2012

Un disidente consentido

Lunes 4 de junio de 2012

Como ya habrán comprobado los habituales de esta modesta columna, un servidor, además de por la lectura, siente pasión por el deporte. Bueno, más bien debería decir “los” deportes. Atletismo, triatlón, balonmano, curling, fútbol americano… lo que caiga. Nada de monogamia con el fútbol o bigamia si incluimos el baloncesto. Filosofía pantagruélica aplicada al deporte. Como comprenderán, a semanas de los Juegos Olímpicos, estoy afilando el colmillo.

Cuando uno siente esa devoción por la contemplación de la actividad física (no confundir, por favor, con su práctica) y la historia del deporte resulta difícil encontrar “almas gemelas”, y más en una prensa deportiva que navega a la deriva, zarandeada por los vientos del amarillismo, el sensacionalismo, el partidismo y la ignorancia más aberrante. Por suerte, hay excepciones a la norma: Julio César Iglesias, Ramón Besa, Gonzalo Vázquez y algunos más. Pero mi preferido es Santiago Segurola, que ahora ve publicadas sus mejores crónicas en “Héroes de nuestro tiempo”.

Soy consciente de que esto que acabo de decir me va a granjear alguna bronca cariñosa de mis amigos periodistas deportivos (por suerte tengo unos cuantos). Segurola es un apóstol del guardiolismo y del bielsismo. Su credo futbolístico es explícito: “mejor a un toque que a dos, pasar y no conducir, no regatear salvo extrema necesidad…”. Aunque ve el fútbol como una pieza más de su acervo cultural (que le llevo a dirigir la sección de “Cultura” de cierto diario de tirada nacional), no parece haber asimilado la existencia de discursos alternativos, de la disidencia. Y resulta extraño que no detecte lo heterodoxo (porque sí, en este momento el catenaccio es algo heterodoxo en la época de Messi y Cristiano) porque él es un disidente. De hecho, la crítica le ha masacrado por incrustarse en el meollo del amarillismo y hacer públicas sus diferencias. No parece muy ético, quizás sea un estómago agradecido. Pero esto ya es personal y no literario, así que pasemos a otra cosa.

Para fortuna de los lectores de esta obra, el fútbol no lo copa todo. De hecho, las mejores piezas están relacionadas con el verdadero deporte rey: el atletismo. Y Segurola es un experto en captar la épica que supone la superación de los límites físicos del hombre. Porque las estrellas del fútbol compiten en equipo contra la estadística. Las estrellas del atletismo o la natación compiten solos contra la naturaleza y los instrumentos que la miden, fundamentalmente el reloj. Algunos, caso de Jesse Owens, luchan contra los prejuicios. Otros, como Anton Geesink, luchan solos contra un país y una leyenda (este es cosecha propia, Segurola no lo menta). Conmueve ver a Fosbury revolucionar desde una pequeña universidad en Oregon toda la técnica del salto de altura, a Bannister bajando de los cuatro minutos en la milla o Beamon haciendo un salto al siglo XXII en 1968.

Y lo mejor es que todos estos hechos noticiables son relatados con estilo. No el estilo aséptico de la agencia de noticias sino el del cronista que busca lo sublime, tal y como lo entendía el Pseudo-Longino. No hay prisa en las palabras de Segurola, ni acumulación de datos numéricos o eruditos. La prosa fluye con naturalidad, los periodos son justos, el adjetivo ofrece el matiz necesario, sin estridencias. Hay decoro en el sentido horaciano del término: adecuación de los sucesos deportivos al tipo de lenguaje que se usa para narrarlos. Ni siquiera es necesario ponerse poético. Y claro, a un hombre que cuando escribe busca la belleza, ¿cómo exigirle que no sea capaz de asociarse con ella cuando la aprecia –resultados aparte– en un campo, una piscina o un tartán?

El hombre del billete

Lunes 4 de junio de 2012

Cuando era joven coleccionaba monedas. Un pasatiempo bonito, pero difícil de llevar a cabo para un chaval ancarés en la época en que Internet no existía de facto. Mi hermana coleccionaba billetes. Y como uno siempre tiende a querer lo que no tiene, me aficioné más a ellos que a las monedas. Me gustaban tactos, colores, olores y referencias históricas. Y sobre todo me encantaban los billetes de dólar. Todos iguales, verdes, con un olor muy peculiar. El de un dólar contenía en su reverso un arcano indescifrable para un niño de diez años: esa pirámide culminada por el Ojo de la Providencia, herencia directa de los egipcios y mensaje cifrado masónico.

Solo dos personas que no han ocupado la presidencia de los Estados Unidos merecen el honor de figurar en el anverso de los billetes de dólar. Uno es Alexander Hamilton, fundador del Tesoro americano y asesinado en un duelo por Aaron Burr, que en aquel momento era Vicepresidente de los USA (dejen volar su imaginación y piensen en nuestros políticos retándose a duelo con semejante vesania). El otro es Benjamin Franklin, cuya “Autobiografía” ha publicado recientemente la editorial Cátedra.

La vida de Benjamin Franklin no es especialmente interesante vista desde la óptica actual. Ni sedujo a cientos de mujeres (como Casanova), ni escapó de cárceles salvajes (Papillon) ni ganó decenas de batallas. El propio autor, de hecho, actúa con una exasperante naturalidad a la hora de exponer sus propios prodigios. Imagínense: yo me pongo como unas castañuelas cuando un arroz me sale bien y uno de los inventores más prolíficos de la historia cuenta en estas páginas cómo inventó la estufa sin darle una mínima importancia. Cosas de la modestia.

La enjundia de la obra se encuentra en su parte ética, que apenas ocupa diez páginas. En ellas Benjamin Franklin describe su manera de autodisciplinarse y describe las 12+1 virtudes que todo hombre debería tener para ser íntegro desde el punto de vista moral. Aunque el autor las escribió, en cierto modo, como alternativa al presbiterianismo practicante, es decir, cuando decidió abandonar la Iglesia, su efecto sobre la historia de la religión ha sido duradero. Tanto que Max Weber, en su “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, tomó estos preceptos como hito a partir del cual describir la estrecha relación entre la riqueza y la moral en los países protestantes (y pido disculpas a los protestantes de Lugo por no referirme a ellos de manera individualizada).

Como ya he dicho hace unas líneas, sorprende la capacidad del autor para minimizar sus propios méritos. Muchas páginas se dedican a sus afanes en el terreno de la impresión en una época en la que Gutemberg todavía quedaba relativamente cerca. Y muy pocas al hecho de que trabajase sobre la electricidad y descubriese el pararrayos, con la ayuda del conocido experimento de la cometa. Muchas a un terreno en el que no destacó especialmente, como fue el bélico. Muy pocas a su tarea política, que le colocó como uno de los Padres Fundadores.

El himno de los Estados Unidos termina con la descripción del país como “tierra de los libres y hogar de los valientes”. En buena medida la libertad de la que gozan y gozaron los norteamericanos es debida al patronazgo ilustrado de Benjamin Franklin, a su recepción y adaptación de las ideas de Locke, Hume o Montesquieu. Y la luz de su ingenio y audacia han inspirado a muchos, desde Edison a Steve Jobs. Bueno, eso y su imagen en el billete de cien dólares.