Histórico de mayo de 2012

Sin salida

Lunes 21 de mayo de 2012

Estamos viviendo una semana convulsa. En el momento de escribir estas líneas, la estancia de Grecia en el euro pende de un hilo, la prima de riesgo se dispara (quizás haya intervenido el BCE) y España amenaza ruina económica. Así, sin matices. Los hay que siguen echándole la culpa a Zapatero, los hay que pronostican un estallido social de dimensiones desconocidas desde el ascenso de los fascismos, los hay que culpan al eje franco-alemán al que se ha adherido Rajoy de manera entusiasta (no le quedaba otra). Incluso personas muy inteligentes comienzan a dudar de su sombra, y a ver a un Paul Krugman no como un economista de referencia sino como un caballo de Troya del neoliberalismo americano. El disidente consentido, en otras palabras. Dudar de las dudas.

Los economistas que se han apartado del camino marcado por Milton Friedman y su escuela han encontrado un filón en la escritura de libros que hacen accesibles las cuestiones económicas a los profanos. Se aprovechan del hecho de que el lector medio en Europa es mujer, menor de 40 y con unas posibilidades económicas, digámoslo de manera políticamente incorrecta, burguesas, que contrastan con un ideario que rechaza el ultraliberalismo sin abominar del capitalismo.

Ha caído en estos días en mis manos la última obra de uno de estos economistas divulgativos, el coreano Ha-Joon Chang, titulada “23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo”. Ya les oigo preguntar: “¿por qué 23 y no 18 o 27?”. Ni yo lo sé ni Chang lo aclara en sitio conocido. Pasemos a la siguiente cuestión. El libro me llamó la atención porque el autor era coreano. Del Sur, añado. Es decir, perteneciente a un país que ha protagonizado uno de los grandes milagros económicos y sociales del último medio siglo. Hasta poco antes de los Juegos Olímpicos de Seúl fue una dictadura, ahora es una democracia ejemplar. Era un país atrasado e inculto, ahora es un modelo de competitividad tecnológica y educativa. Y, por último, era un país pobre y dependiente de una situación geopolítica muy compleja. Ahora es una de las diez economías más poderosas a pesar de estar enclavado entre China y Japón.

Chang no explica el milagro económico coreano de manera detallada. Si de eso se tratase, el libro caería en un particularismo absurdo. Sin embargo, su país natal le ofrece ejemplos que todos debemos aprender. Hace unos meses visité con un amigo estadounidense un salón de coches. Hablamos de que prácticamente no encontrábamos modelos USA. Chang cuenta cómo General Motors decidió entregarse a la inversión financiera y se olvidó de fabricar coches. Cuando observaron que el Cadillac era obsoleto, en lugar de invertir, compraron compañías japonesas. El resultado: el rescate de GM. Visto de otra manera, la socialización de las pérdidas.

Cuando el autor escribió, no tenía noticias de la nueva senda que parece querer marcar el nuevo presidente de Francia, Hollande. Sin embargo, en su mente estaba una solución asumible: cambios de modelo y apuesta por el crecimiento. En prosa fluida, nos cuenta la historia de cómo el peor negocio de la historia de la humanidad (en hipérbole) se transformó en una empresa puntera mundial desde una Corea del Sur que no producía las materias primas ni tenía el apoyo de los organismos internacionales.

El capitalismo parece ahora pendiente de un milagro, por lo menos tal y como lo conocíamos. Chang es consciente de sus fallos y los expone. Resulta evidente que es necesario un cambio que pueden impulsar libros como este. Como dijo Reb Hillel: “Si yo no me ocupo de mí, ¿quién lo hará? Y si sólo me ocupo de mí, ¿qué soy? Y si no es ahora, ¿cuándo?”.

Un chico de Kansas

Lunes 21 de mayo de 2012

Que el baloncesto en España no está precisamente en su época de esplendor es una evidencia. Si dejamos al margen a la selección española y a los dos grandes del fútbol, nos encontramos con un panorama de deudas, procesos concursales y competiciones confusas que cada día ponen a menos gente delante del televisor. Y ya se sabe, lo que no sale por la tele no existe.

Sin embargo, y parafraseando a Lee “Scratch” Perry, parece haber movimientos subterráneos en lo que se refiere a observar este deporte desde la óptica de la literatura que genera o puede generar. Los niños que crecieron viendo a Magic Johnson y Larry Bird empiezan a peinar canas. Los que crecieron viendo a Michael Jordan ya están en edad de enfrentarse a la hoja de papel en blanco. El resultado: una revista (“Cuadernos del basket”) que amenaza con ser bandera de la literatura deportiva en este país; varios libros debidos a diferentes autores –Juanan Hinojo, Máximo Tobías, Juan Francisco Escudero– con diferentes temáticas; y traducciones de algunas de las mejores obras que se producen en el mercado americano. Es el caso de “¿Me puedo quedar la camiseta?”, de Paul Shirley, que publica ahora la editorial Léeme.

Escribir sobre baloncesto en América es cosa seria. David Halberstam, ganador de un premio Pulitzer por un libro sobre la Guerra de Corea, saltó a la fama por un libro sobre los Blazers campeones de la NBA en 1977. Bill Simmons, columnista estrella de ESPN, ha ido más lejos, con “The book of basketball”, tan enciclopédico como impregnado del estilo lenguaraz de su autor. Sin embargo, esos libros no tienen demasiada salida en el mercado español: son ajenos al gran público, demasiado americanos (si se me permite la observación).

El libro de Paul Shirley es otra cosa. El mismo Paul Shirley es otra cosa. Un tipo que rompe todos los tópicos. ¿Blanco y de la América profunda? Se supone que andará por el mundo con una Biblia colgada del cuello… Pues no. Shirley es, como poco, agnóstico. ¿Angloparlante en país europeo? Se supone que hablará lo suficiente para pedir cerveza y hamburguesas… Pues no. Shirley habla español mejor que el 90% de españoles inglés. ¿Jugador de baloncesto en Europa? Un ignorante que solo viene a por el dinero… Pues no. Shirley es un brillante ingeniero que escribe columnas ácidas todos los lunes en un diario español de tirada nacional (de hecho, el más vendido de los generalistas).

Su libro es un manual de supervivencia para el americano en Europa. Y también una guía de lo que sucede detrás de los focos. Estados Unidos produce cada año cientos de jugadores de baloncesto. En la NBA no juegan más de 400. El excedente se lanza a aventuras en ligas menores (Shirley ha llegado a jugar en Tijuana o Ciudad Juárez) o a miles de kilómetros de su casa. Atenas, Badalona y Kazán no se parecen en nada. En los tres lugares trabajó Paul Shirley. Tenía un cierto nivel, pero siempre fue un obrero. Su gran actuación en la NBA fue recibir un golpe de Austin Croshere y estar a punto de perder un riñón y el bazo en el negocio. Se retiró pronto: a pesar de medir 2´09, podía ganarse mejor la vida con su cerebro que con su corpachón. Escribe muy bien. Ha pasado por distintos países y se ha convertido en un tipo cosmopolita. En el Breogán hay algún jugador que me recuerda a Shirley, si no en el juego sí en su inteligencia y forma de abordar la experiencia de ser profesional muy lejos de tu casa. Y en Lugo el movimiento subterráneo del deporte como forma de cultura también se extiende cada vez más.

A galopar

Miércoles 9 de mayo de 2012

La última vez que hablé de libros sobre la Guerra Civil en esta columna me llevé un buen rapapolvo. Fue gentileza de mi buen amigo, humanista e historiador Marcos Villares, que me afeó el haber dejado en buen sitio la historia del conflicto armado realizada por Anthony Beevor. Realmente él tenía razón: a pesar de la buena salida comercial de la obra unos pocos años han bastado para que, en la enorme monografía que reseñamos hoy, no haya ni una sola referencia a Beevor. Como se dice en “El burlador de Sevilla”, no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. La mía queda saldada.

Una vez que les he dado la tabarra con mis ajustes de cuentas personales, vamos al meollo de la reseña. Ha vuelto a caer en mis manos un libro de la editorial “Pasado y presente”, proyecto que lleva Gonzalo Pontón, antigua “alma mater” de la Editorial Crítica. Sigo considerando el libro de Josep Fontana en esta editorial como el mejor que se ha publicado en los dos últimos años en este país. Con semejante precedente encontrarme otro libro de Historia no era mala noticia. Siguiente alegría: en la portada aparecen fundamentalmente nombres de historiadores que tienen a gala hacer bien su trabajo. El editor Ángel Viñas, Paul Preston, el mismo Fontana o José-Carlos Mainer, verbigracia.

Y estos profesionales están, dicho sea con todos los respetos, muy cabreados. Con el intrusismo y la falta de rigor científico. Pero, sobre todo, con el hecho de que la corrupción de la profesión de historiador haya llegado al meollo mismo de las instituciones que deberían regir el buen hacer en esta disciplina. “En el combate por la historia”, con título inspirado en Lucien Fevre, nace como una reacción al atentado cometido por la Real Academia de Historia en el ya famoso “Diccionario Biográfico Español”. Aunque la información vuele en estos tiempos de Twitter, seguro que los lectores no han olvidado la polémica generada alrededor de una obra que consideraba a Franco un “valeroso militar” en lugar de un dictador y a Manuel Azaña la imagen de un “republicanismo democrático inexistente” (sic). Contra ella se levantan estos profesores, en su mayor parte catedráticos y todos ellos exhaustivos a la hora de investigar.

La obra se estructura en cuatro partes de tamaño similar: la República, la Guerra, el Franquismo y un capítulo biográfico en el que brevemente se dibujan las siluetas de los principales actores de la época más convulsa de nuestra historia. Les aconsejo que prescindan del Epílogo, lleno de sobreentendidos y de juicios de valor que no hacen justicia al tono del resto de la obra, fundamentalmente aséptico. Si son de derechas (muy de derechas) y quieren una condena a Carrillo, vayan a la página 800. Si son muy de izquierdas y creen que Franco era un inútil (al margen de un asesino, que también), vayan al perfil trazado por Paul Preston. Los apoyos documentales, en ambos casos, son considerables. Eso sí, la tozuda realidad no la cambia nadie: la República era un gobierno legítimo que fue derrocado por un golpe de Estado en toda regla.

Son mil páginas. Y no son la alegría de la huerta. Quiero decir con esto que, a pesar de los esfuerzos de la crítica, la obra está destinada a venderse cuarto y mitad que las de un, pongamos, César Vidal. No hay emisoras de radio, ni televisiones ni (casi) periódicos que bombardeen al personal y le ofrezcan lo que quiere escuchar. La historieta vende, la historia no. Qué le vamos a hacer.

Apocalíptico con razón

Jueves 3 de mayo de 2012

Ya les hablaba la pasada semana del nuevo libro de Mario Vargas Llosa, que contenía una serie de visiones y opiniones que iban a levantar una cierta polvareda. No me equivocaba ni un ápice, y desde entonces he visto algunas discusiones apasionadas sobre la obra del académico peruano. Como les decía el pasado sábado, el Nobel de 2010 ha abandonado las siempre templadas aguas de los “integrados” para pasarse a los furibundos oleajes “apocalípticos”. Ambas nociones fueron acuñadas, en lo que al análisis de la cultura se refiere, por Umberto Eco en 1965, y han hecho fortuna a pesar de que las circunstancias han cambiado mucho.
Los que me sigan o me conozcan (pocos, ventajas de la ausencia de fama) sabrán que siempre me he inclinado por cierta visión catastrofista. Desde mis primeros años en la Filología he luchado contra la mercantilización en la literatura y la creación de valores estéticos en función del número de ceros que sigue a un uno en la cuenta corriente o el número de ventas de tal o cual autor. Avanzados mis estudios encontré argumentos para rebatir a aquellos que van por el mundo crítico afirmando sin rubor que “El Quijote” fue un best-seller. Cuando llegué al curso de doctorado comprobé lo necesario que era que hubiese un conservador cultural en medio de fenomenólogos, admiradores de Lacan, estudiosos de los sistemas literarios minorizados o minoritarios y pragmáticos literarios. Huelga decir que todos estos estudiosos han hecho una sólida carrera académica basándose en el atomismo de la literatura y la estulticia académica.

Dice Juan de Mairena: “la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”. Yo, como el porquero, no estoy muy de acuerdo con Don Juan, pero en temas de argumentación cultural está claro que los porqueros no tenemos la capacidad de persuadir que tienen los Agamenón. Soterradamente, lejos de la abrumadora mayoría de habitantes de departamentos, barandas de editoriales y lectores de gatillo fácil a la hora de divertirse, ha nacido una generación de intelectuales a disgusto con el desarrollo de la cultura en los últimos años del siglo XX y en los primeros del siglo XXI. Mario Vargas Llosa da la voz a esas personas.
Porque la noción de “cultura” que han propuesto los antropólogos (y que un admirador de Marvin Harris como yo no puede menos que compartir) no es una verdad de fe. Y no justifica la consideración de la moda, la alta cocina o la música (sic) de John Cage como elementos básicos de la formación intelectual de cualquier individuo culto. Que algo sea divertido lo convierte de inmediato en algo bueno ni merecedor de reconocimiento. La belleza no solo está en la sonrisa o el argumento fácil. El editor Lara rechazó en su momento “Cien años de soledad” porque Gironella era un best-seller. Y actualmente suele olvidarse que hay escritores que quieren crear, no ganar ni divertir.

Hasta aquí, las alabanzas a Vargas Llosa y, sobre todo, a sus ideas. Ahora, los palos. Para empezar, el hecho de que el libro tenga 226 páginas, de las que 70 son antiguos artículos en prensa que sostienen argumentos anteriores. ¿Peca Vargas Llosa a la hora de no hacer un libro de 500 páginas sobre el particular? Si uno piensa mal, suele acertar: los ensayos de 500 páginas sobre cultura no suelen venderse bien. Aunque el tema lo merezca. Por otro lado, ¿era necesario comenzar en lo literario y deslizarse perceptiblemente hacia el credo político-liberal de Don Mario? Creo que no. Pero qué narices, vamos a perdonárselo. Si París bien valía una misa, cuatro verdades sobre banalización bien merecen el acompañamiento de un sermón liberal.