El valor de saber narrar
Jueves 26 de abril de 2012Hay semanas en las que los temas parecen perseguir al crítico. Los libros se agolpan en la mesa y todos, o muchos, trazan círculos alrededor de un mismo asunto. La pasada semana hablábamos de una novela muy compleja y, por su causa, del valor relativo del entretenimiento y la experimentación a la hora de juzgar una obra de arte literaria. Esta semana ha caído en mis manos una recopilación de las mejores novelas negras de Graham Greene, al mismo tiempo que ha comenzado a llegar a las librerías el último ensayo de Vargas Llosa. Según se comenta (ya hablaremos de él otro día), el Nobel peruano ha desertado del bando de los “integrados” y ha pasado a los “apocalípticos”, en palabras de Umberto Eco.
Volvamos con Graham Greene. Para hablar de las “Cinco novelas” que presenta la editorial RBA en una gruesa y cuidada edición necesitaríamos un par de páginas de periódico. Quizás también la ayuda de Grial Parga, compañero de fatigas pero aplicado al séptimo arte. Al no tener ni una cosa ni otra, tendrás que conformarte, discreto lector, con las pocas palabras del crítico literario en su rincón.
Hacer buena ficción no es sencillo. Me refiero a hacer historias que enganchen y que al mismo tiempo huyan de lo esquemático (en la trama) y lo estereotipado (en los personajes). Graham Greene es un narrador maravilloso, quizás porque siempre fue consciente de sus limitaciones a la hora de teorizar sobre literatura o hacer filosofía (y política) con sus novelas. Técnicamente, posee habilidades que se encuentran en otros escritores “populares” como Agatha Christie y que para sí quisiera, verbigracia, Almudena Grandes. Sus novelas son rompecabezas en los que las piezas encajan sin necesidad de ser forzadas. El hecho estilístico de rehuir la autoficción (tan de moda en la actualidad) y las digresiones hace que la lectura sea, además, muy digerible.
Para la crítica anglosajona la novela que abre el quinteto, “Brighton Rock”, resulta más “seria” que las puramente dedicadas al espionaje. Nos encontramos ante la descripción de los bajos fondos de una pequeña ciudad inglesa. En realidad, describir es lo que peor hace Greene, por lo que pasadas una páginas el lector echará de menos la “grandeza” de “El Padrino” y no encontrará demasiada gracia en el joven Pinkie.
“El agente confidencial” y “Nuestro hombre en La Habana” pueden leerse en la misma clave. Novelas puras de intriga y espías, con trasfondos muy complejos (la Guerra Civil española –aunque Greene siempre se mostró reticente a reconocer que ese era el conflicto que se retrataba– y la Cuba de Batista en vísperas de la Revolución Cubana). La segunda tiene un aire quijotesco por lo paródico: dentro de la novela de Greene se desarrolla la novela absurda de Wormold, que realiza planos basándose en las aspiradoras.
Y claro, para el final hemos dejado “El tercer hombre”. La novela es magnífica, pero Orson Welles era capaz de eclipsarla. Con su actuación y con el famoso pasaje sobre la paz y la democracia suizas y el reloj de cuco, que añadió en un momento de inspiración para reforzar el cinismo de Harry Lime. Y no crean que se olvida uno fácilmente de Joseph Cotten. Ante tamaña obra cinematográfica cabría rendirse. No obstante, conviene recordar el papel básico de Greene para la construcción de filme: su estrecha colaboración con Carol Reed, la confección de novela y guion y la paternidad de la famosa escena de la aparición de Harry a la luz de una ventana en la que chilla una señora vienesa.
Greene ofrece un placer multiforme. El de la narración bien hecha, el del maridaje con el cine y el del mero entretenimiento, basado en la más típica novela de aventuras. No es poca cosa para los tiempos que corren.