Histórico de marzo de 2012

Buscar la solución

Lunes 19 de marzo de 2012

Hay cosas que a uno lo convierten en “viejuno”, como diría Joaquín Reyes. En mi caso una de ellas es el hecho de que me guste “Doctor en Alaska”, serie mítica de los 90, cuando uno empezaba a trasnochar e intentaba cazar (sin éxito) esos capítulos de los que mucha gente inteligente hablaba. Por suerte, pasados los años, pude verla y disfrutarla entera, incluida la infame sexta temporada. Mi personaje favorito es Chris de la Mañana. Y uno de los personajes favoritos de Chris es Henry David Thoreau, el hombre de Walden.

Thoreau era un discípulo del transcendentalista Ralph Waldo Emerson que, en un momento dado, decidió demostrar que el hombre podía volver a la naturaleza. Así que decidió retirarse al pueblo de Walden, cerca de Harvard, y convertirse en un ser autárquico. En realidad, escribió una obra excelente, plena de amor por la naturaleza y cuya teoría funciona muy bien, pero le tomó el pelo a todo el mundo porque cada cierto tiempo pasaba por Concord a comprar lo más necesario. A pesar de la trampa, dio carta de naturaleza al ecologismo y sentó las bases de una idea: la de que el bienestar humano no solo pasa por la continua producción de bienes sino por el control en el consumo de lo ya producido. De ahí a la economía del estado estacionario de Mill, un paso.

Las ideas de Thoreau crearon lo que podría llamarse una “periferia consolidada” dentro del sistema económico norteamericano. Había un centro: el del fordismo y el taylorismo, el de los magnates (de Vanderbilt a Pierpont Morgan) y la producción desenfrenada de materias primas y bienes de consumo. Pero también estaba Thorstein Veblen, explicándole al mundo “La teoría de la clase ociosa”, es decir, por qué los ricos encuentran interesante un campo de golf. Una vez pasada la Segunda Guerra Mundial, el dominio estadounidense se consolidó, pero todavía existían voces de la conciencia económica en la línea de Thoreau. La más poderosa, la de John Kenneth Galbraith, cuya obra “La sociedad opulenta” reedita ahora, en formato bolsillo, Espasa en la clásica colección Austral.

Galbraith fue a la economía lo que Hawking, actualmente, a la ciencia. Un académico brillante y un divulgador de primera, hasta el punto que una recopilación de sus obras ha sido publicada por la “Library of America”. Galbraith no ganó el Nobel, pero plantó la semilla para que lo ganasen Stiglitz o Krugman. Y con la crisis actual, parece claro que Milton Friedman, el ultraliberalismo, el control de la economía por medio de la política monetaria y, en general, lo que se conoció como “Reaganomics”, han muerto o están agonizando.

“La sociedad opulenta” es un libro difícil de valorar fuera de su contexto. A finales de los 50 la General Motors era una empresa mastodóntica (para saber en qué se convirtió años después, véase el documental de Moore “Roger and me”), el barril de crudo estaba por debajo del cinco dólares el barril (ni existía la OPEP) y los economistas tenían pavor al aumento de la inflación motivado por las políticas que conducirían a un idílico pleno empleo. Galbraith no escapa a estos factores, pero es consciente tanto de las desigualdades generales del sistema una vez abolido de facto el keynesianismo como de futuros riesgos, como el cambio climático. Y, filosóficamente, su libro aporta dos principios que me parecen insoslayables en 2012: porque exista la opulencia no debemos olvidar al excluido de ella; y no debemos generar nuevas doctrinas económicas que sostengan a posteriori la desigualdad. Los ricos eran cada día más ricos en 1960. Ahora, también. Cabe reflexionar sobre el modelo que ha hecho posible que esto no haya cambiado en cincuenta años.

Peligro: alcohol

Lunes 19 de marzo de 2012

Dice Shakespeare en “Otelo” sobre el bebedor: “Antes un hombre sensato, poco a poco un loco, en estos momentos una bestia”. La cita es conocida para muchos no por culpa del bardo de Stratford sino por su uso en “Los Simpsons”, puesta en boca del sin par Barney Gumble. Precisamente la serie creada por Matt Groening ofrece un buen punto de partida para analizar la relación entre los americanos y el alcohol, en especial si tomamos como referencias a Homer Simpson y cierto capítulo en el que se mezclan el día de San Patricio, festividad espirituosa do las haya, y la aplicación de la Ley Seca en Springfield.

Les cuento todo esto para situarlos en un marco adecuado para entender la recomendación semanal. Se trata de “Franklin Evans, el borracho”, de Walt Whitman, y lo publica la editorial Cátedra. Esperen un momento. ¿Walt Whitman? ¿El mejor poeta americano, autor de “Hojas de hierba”, con una novela de tema tan prosaico como el alcohol? Pues sí. Y resulta bastante lamentable, aunque no extraño si tenemos en cuenta que Whitman es una referencia para todos aquellos que sostienen que la inspiración existe. Como si de un Ión platónico se tratase, Whitman era un mediocre escritor que se transformó en La Voz Poética (La Voz Musical sigue siendo Sinatra). La inspiración llegó, le hizo escribir un libro excelente, le mandó un dramático mensaje de despedida en forma del poema “Goodbye my fancy” y le abandonó de manera miserable. “Franklin Evans” es de 1842, y no vale nada; “Hojas de hierba”, es de 1855, y es una genialidad; “Specimen Days” es de 1882 y prefiero ahorrarme adjetivos negativos.

La obra se enmarca dentro de lo que se conoce como “ficción antialcohólica”, una aportación de la literatura a la reforma de las costumbres que se estaba llevando a cabo en los Estados Unidos una vez pasada la época inmediatamente posterior a la Independencia y justo antes de que el Sur se levantase en armas para defender la esclavitud, en 1861. El profundo arraigo en la cultura norteamericana del legado puritano hace que este reformismo surja y resurja de manera periódica.

“Franklin Evans” resulta una novela sobre la que es difícil hacer un análisis en profundidad. Narrativamente no tiene gran interés, si exceptuamos un par de relatos dentro del relato que refuerzan las tesis centrales. El protagonista es esquemático, como corresponde a una novela de tesis. Es evidente que tiene problemas con el principio de responsabilidad, tendencia a revolcarse como el cerdo de la piara de Epicuro y (cómo no) cierto propósito de enmienda que le lleva a corregirse a marchas forzadas. En una construcción narrativa que firmaría mi abuela María (o cualquier otra abuela gallega), aparecen las malas compañías, el amigo que permanece fiel a pesar de los deslices del protagonista, los hurtos y pequeños pecados asociados a los vapores alcohólicos y los líos de faldas, agravados en este caso por la cuestión racial. El protagonista tiene incluso su ramalazo heroico, lo cual me recuerda que quizás sea hora de sacar un rato para leer la biografía de Henri Charriere, paradigma a la francesa del chico malo de buen corazón.

El alcohol y la literatura han tenido una relación estrecha, desde el báquico espíritu del vino hasta los excesos de un Hemingway o un Bukowski. Como tema literario, se echa de menos a un Dostoyevski, que hizo una obra de arte literaria del vicio de jugar. ¿Cabe conformarse con Whitman? Si es como anécdota, sí. De lo contrario, mejor viajar hacia las “Hojas de hierba” y disfrutar de un verdadero goce estético.

Filósofos y mesiánicos

Miércoles 7 de marzo de 2012

Queridos lectores: ¿a que ninguno de ustedes se ha parado a pensar cuántos judíos salieron de Egipto y recibieron a Moisés cuando bajó del Sinaí con las tablas de la Ley en la mano? Yo tampoco, lo admito. Pero siempre hay alguien que ha especulado sobre las cosas más insospechadas. En este caso un talmudista al que conocemos a través de Emmanuel Levinas. Eran 603.550, ni más ni menos. No quiero ni imaginarme las lluvias de maná que habría para alimentarlos ni sé si la cuenta se hizo antes o después del incidente del becerro de oro que supuso la desaparición de una buena cantidad de impíos en las entrañas del desierto. En todo caso, la anécdota sirve para ilustrar el grado de especulación al que la cultura judía se ha sometido desde hace milenios.

Pierre Bouretz ha escrito una especie de manual de la filosofía judía del siglo XX, centrado en la cuestión del mesianismo pero que abarca muchas más cuestiones. Ahora lo publica la editorial Trotta en una esmerada traducción que incluye un monstruoso aparato de notas que ayuda a moverse por tan complejo universo cultural. Porque España, Sefarad, es patria espiritual del judaísmo y sin embargo ese mundo nos es completamente ajeno. Al mismo tiempo que en la Provenza y en Girona se inventaba el concepto actual de amor-pasión (les recomiendo con toda mi pasión “Los trovadores” de Martín de Riquer), los judíos del lugar creaban la Cábala, el verdadero abc de la mística judía. Maimónides era cordobés e Itzhak Baer escribió una obra sobre la expulsión de 1492 que debería ser de obligada lectura para los (escasos) estudiantes de Historia.

El centro de la obra es, sin duda, el desarrollo filosófico del judaísmo alemán en sus distintas vertientes, en la época de la encrucijada entre la Emancipación, la Asimilación y el Sionismo, tres movimientos que sirvieron de prólogo al Holocausto. El lector español se pierde por la base: Hermann Cohen y Franz Rosenzweig son dos autores apenas conocidos incluso para los más versados. No obstante, Bouretz sabe hacer llegar el intento de fusión del neokantismo con la fe judía de uno y la teoría de la Redención y el mesianismo en el otro. En otros casos los autores son más conocidos pero no por su dimensión judaica. Walter Benjamin es estudiado en literatura por sus teorías acerca del aura en la obra de arte e incluso ha llegado a los semanales por su dramática muerte en Port Bou, con claros paralelos con la de Antonio Machado. Leo Strauss es el padre de la escuela política de Chicago, fuente del liberalismo político que se asocia a Friedman y los neocón.

Bouretz y los editores españoles han tratado bastante mejor a Gershom Scholem y Martin Buber. El capítulo que el autor dedica a Scholem es excelente: historiando al historiador. Se repasan su influyente personalidad, la Cábala y episodios históricos como el de Sabbatai Zvi que Scholem investigó (e I. B. Singer noveló en la excelente “Satán en Goray”). El cierre, con las últimas palabras del libro clave de Scholem, “Las corrientes de la mística judía”, es simplemente antológico. Martin Buber es protagonista de un capítulo necesariamente complejo, como el mismo autor, pegado a un humanismo de raíz religiosa con poderosos matices políticos. Porque el sionismo de Buber, apuesta por la convivencia con los árabes, demuestra una pluralidad en la sociedad israelí que no parece haber germinado aún a día de hoy.

Y para cierre, el ya citado Levinas. Para José Antonio Marina, el mayor filósofo de posguerra. Su vida alcanzó hasta 1995 pero sus ideas beben de Husserl y Heidegger. ¿Hay lugar en nuestro mundo para la fenomenología? No lo sé. Lo que sí parece claro es que hay lugar para el mesianismo, cultural y religioso. Lo que parece difícil es que el Mesías que reste autoridad a Reb Hillel aparezca mañana.

El fuego y las brasas

Jueves 1 de marzo de 2012

En la historia ha habido pocas cosas, quizás ninguna, peores que ser judío del Este de Europa en el año 1940. Por una parte comenzaba el exterminio sistemático por parte de los alemanes, por otra el sanguinario Stalin tomaba medidas antisemitas menos contundentes y conocidas pero que costaron la vida, entre otros, al que podemos considerar junto a Kafka el mejor escritor judío que ha hollado la faz de la tierra. Me refiero a Isaak Babel. Este maravilloso creador de cuentos tuvo una influencia personal y literaria muy importante sobre Ilya Ehrenburg, bandera del Deshielo soviético. Ehrenburg sabía que su amigo y maestro había sido aniquilado por órdenes de Stalin. No obstante, no dudó a la hora de ensalzarlo continuamente, junto al resto del Ejército Rojo, en su “Libro negro”, obra que coordinó junto al ahora famoso Vasili Grossman, y que relata con todo detalle el Holocausto gracias a los testimonios de los supervivientes. Este manual del terror es ahora publicado por Galaxia Gutenberg.

Yo me emociono cada vez que me pongo a ver “Shoah”, la película de Claude Lanzmann. En ella se juntan figuras de la relevancia de Raül Hilberg y Jan Karski, supervivientes como el cantor Simon Srebnik (que muestra lo necesaria que es la historia cuando enseña lo que fue el campo de Chelmno convertido en un precioso pinar rodeados de prados que para sí querría cualquier habitante de Soñar o Carballal) y monstruos como Franz Suchomel, que cuenta con el dudoso honor de aparecer tanto en la cinta de Lanzmann como citado en la descripción de Treblinka que hacen Grossman y Ehrenburg.

“El libro negro” tuvo una historia editorial azarosa que sostiene el argumento que hemos presentado desde el mismo título: los judíos encontraron en los alemanes a sus verdugos y en muchos rusos a un silente cómplice. El Gobierno soviético impidió que se publicasen fragmentos del libro que servían para denunciar los pogromos y bloqueó toda posibilidad de que la obra completa saliese a la luz. Solo en 1980, y gracias a los esfuerzos del centro Yad Vashem, se pudo conocer el material recopilado por los autores.

Un aspecto que resulta especialmente interesante de los testimonios recopilados es el hecho de que la mayor parte de ellos no estén asociados a los grandes campos de concentración. Podrá parecer paradójico, pero es cierto que Auschwitz o Treblinka han atraído las miradas de historiadores o escritores de forma magnética. La estadística tiene mucho que ver en esto: por el complejo de cuatro campos que genéricamente se conoce como Auschwitz pasaron millones de personas, mientras que por campos de Bielorrusia o Lituania –escalofriantemente descritos en la obra por multitud de testigos– pasaron miles. Además, los fines asesinos del campo cercano a Katowice se entremezclaban con las tareas de la IG Farben en el procesamiento de caucho. Sin embargo, lo que sucedía en el bosque Bikernieki, en Letonia, era una pura y simple matanza de la que apenas salieron con vida decenas de personas. Sobre los huesos de los revolucionarios de 1905 y de los soviéticos que pelearon en los años 20 en la Guerra Civil rusa se amontonaron los de miles de judíos. Solo los que optaron por una fuga y una enorme cantidad de penurias pudieron contarlo.

Por suerte, el arte puede con todo y la historia también. Dos artistas dieron forma a los testimonios de los supervivientes. Un tercero, Shostakovich, escribió años después una sinfonía sobre Babi Yar y el antisemitismo. Ese barranco a las afueras de Kiev es, en verdad, el horror puro: el lugar donde los cadáveres levantaban la misma tierra que los cubría.