Histórico de enero de 2012

Excusas

Martes 31 de enero de 2012

Estimados lectores de Gotas de Tinta:

Despois dunha resaca nadaleira impropia nun coidador de blogs coma un servidor, aderezada con problemas informáticos aínda non de todo resoltos, observarán que cumprín coa miña obriga de poñer ao día este blog.

Visto e prace, o señor Nogueira.

Ser o no ser… autor

Martes 31 de enero de 2012

Hoy podría matarles de aburrimiento desde el comienzo de la columna. Lo haría explicándoles técnicamente desde mi posición de teórico de la literatura en qué consiste la “falacia intencional” y cómo se han construido montañas de escritos críticos alrededor de ella. Pero me he levantado con la cabeza en Tomás de Aquino, que se celebra mañana, y en honor a la sencillez les diré que la “falacia intencional” es la manera pomposa de denominar la confusión que se produce en un determinado lector de una obra literaria y que le lleva a confundir lo ficcional con lo real y empírico.

Las dudas acerca de si Shakespeare escribió o no sus obras se sostienen, fundamentalmente, en base a este recurso. James Shapiro, profesor de la prestigiosa universidad de Columbia, ha escrito un libro sobre esas especulaciones que publica ahora la editorial Gredos bajo el farragoso y poco atractivo título “Shakespeare: una vida y una obra controvertidas”. Pasen por alto este detalle y lean sobre algunas de esas teorías conspiranoicas que tan en boga están y le ponen salsa a ese invento cuasi diabólico que son las redes sociales.

Como ustedes, queridos lectores, no son en su mayor parte hijos de la Pérfida Albión, no les supongo familiarizados con el drama que supone el hecho de que su gran gloria nacional sea un tipo ignoto, hijo de un fabricante de guantes, salido de una aldea como Stratford-upon-Avon que, de repente, y cito palabras del insigne Mark Twain “sin ninguna preparación ni cualificación, en el sentido de formación y experiencia, expulsa grandes tragedias como un volcán”. Es evidente que el autor de “Huck Finn”, ostentador de una azarosa peripecia vital, no contemplaba la posibilidad de que ese hombre tuviera un magín prodigioso.

No fue Twain el único en dudar acerca de Shakespeare. De hecho, al bando de los escépticos podemos sumar, con testimonios que aporta el propio Shapiro, a Hellen Keller, Sigmund Freud o mi admirado Derek Jacobi (para los que bajan de los 35, el recordado protagonista de “Yo, Claudio”) entre otros. Todos los citados se agolpan en dos bandos: los que creen que el autor de la magna obra shakespeareana fue Francis Bacon y los que optan por regalar tal honor a Edward de Vere, Earl de Oxford. Personalmente, lamento que Shapiro no le haya dedicado más que unas breves menciones a mi conspiración favorita: la que dice que Christopher Marlowe no murió asesinado en una taberna de las afueras de Londres el 30 de mayo de 1593 a manos de esbirros del servicio secreto de Su Majestad, sino que huyó a Francia y empezó a firmar sus obras como William Shakespeare.

Francamente, me da pereza ponerme a explicar por qué sabemos que Shakespeare escribió sus obras. Shapiro lo hace muy bien, recurriendo a una breve biografía inicial, a testimonios de la época y a argumentos literarios que tienen como centro el desmoche de la falacia anteriormente citada. Es mucho más divertido hablar de los otros candidatos. A Francis Bacon, autor del “Novum Organum”, muñidor a la par de Michel de Montaigne del ensayo literario y pluma prolífica do las hubiere, le ha caído de todo en estos siglos. Cierta señorita Gallup afirmó que las claves secretas incluidas en sus obras permitían atribuirle las de Shakespeare, Peele, Edmund Spenser, Robert Burton, Marlowe y Robert Greene. Un despendole, háganme caso: ni el monstruo prolífico que era Lope de Vega hubiese podido hacer tal cosa.

Lo del Conde de Oxford tiene aún más guasa y es una demostración de cómo las conspiraciones se retroalimentan gracias a la fe inconmensurable de sus acólitos. La principal razón para que Oxford no pudiese escribir la mayor parte de Shakespeare es que falleció… doce años antes que él (en 1604). Pues bien, ahí tenemos a Jacobi y otros personajes similares defendiendo que antes de morir lo había dejado todo escrito y que un misterioso depositario de tal legado administró las obras ya escritas. Ya lo decía Guerrita (o el Gallo, no tengo el Cossío a mano): hay gente pa tó. Menos mal que Shakespeare sigue ahí, faro literario que ilumina hasta las horas más oscuras.

El científico desconocido

Martes 31 de enero de 2012

Dedicarse a la crítica literaria deja poco tiempo para atender a otras formas de comunicación. No soy de aquellos que abominan por completo de la televisión sino que elijo cuidadosamente lo que voy a ver, al margen de los informativos o los partidos de fútbol del Barcelona. Imprescindibles, “Los Simpsons” y poco más… ya que desde hace tiempo se hace complicado cazar capítulos de “Padre de Familia”. Se trata de una serie de humor absurdo, en ocasiones burdo, en otras brillante, punzante e irreverente como pocas. Está bien que no se emita a las tres de la tarde pero creo que el canal de TV que tiene los derechos en España no acaba de aprovechar el producto.

Uno de esos momentos punzantes me da ocasión para presentarles al protagonista de esta semana. Peter Griffin trata de consolar a su cuñada Carol por la marcha del alcalde West. “No eres la primera persona que sufre una gran decepción”. Y saltamos a un tribunal de principio de siglo, en el que se enfrentan Thomas Edison y Nikola Tesla con sus modelos de bombilla. El juez de las patentes informa a Edison de que su invento servirá para dar luz a todo el mundo mientras el de Tesla se usará en las películas de Frankenstein. Y Edison protesta.

Nikola Tesla se merece algo más que el escarnio de Seth MacFarlane. De hecho, su figura tiene tanto interés que Jean Echenoz decidió escribir una novela centrada en él, que ficcionalizase los acontecimientos principales de su vida. Yo descubrí a Echenoz gracias a la afición de mi mujer por correr (afición compartida por miles de lucenses). Quería regalarle un libro sobre el tema y me encontré a un escritor francés que había saqueado los L´Equipe de finales de los 40 y principios de los 50 para hacer ciento y pocas páginas sobre “La locomotora humana”, el gran Emil Zatopek, único hombre capaz de ganar en unos Juegos Olímpicos los 5.000, los 10.000 y la maratón. Ni Paavo Nurmi ni Kenenisa Bekele. De hecho, solo el finlandés Lasse Viren se quedó cerca de la hazaña.

Zatopek daba para un libro y Tesla para dos o tres. Echenoz lo ha tenido más fácil que en aquella ocasión y ha manejado con liberalidad la magnífica biografía de Margaret Cheney, un ensayo que, con todo, no agota las posibilidades de estudio sobre el genio croata.

Quizás hayan observado que me resisto a utilizar la palabra “novelista” para describir a Echenoz. Estamos ante un documentalista bueno y un tipo con cierto ingenio para rellenar los “tiempos muertos” que se producen en toda narración de corte biográfico. Eso sí, imaginación la justa. Capacidad para ficcionalizar el acontecimiento sin recurrir al documento, inexistente. Y habilidad lingüística, limitada. Y sin embargo, sus productos entretienen sin insultar la inteligencia del lector más exigente. Además, sus relatos tienen una vivacidad más característica del escrito en prensa que de la institución del libro, lo que es muy adecuado para la buena salida del producto en la época del leer y tirar.

He dejado para el final mis reflexiones sobre el personaje central de la novela, al que encontrarán bajo el nombre de Gregor (algo que reprochar a Echenoz, que no disimuló en ningún momento a Emil Zatopek). Los que han investigado sobre su vida nos dicen que era un hombre para el que la ciencia tenía algo de imperativo ético kantiano. El deber por el deber, sin esperar recompensa a cambio. Por desgracia, Tesla no vivía en la época adecuada para despuntar si se carecía, como era su caso, de las más elementales habilidades sociales. Eso impidió que reclamase la paternidad de la electricidad y la radio que la historia le debe. Es evidente para todo aquel que se ha acercado a la Electricidad desde la óptica de la Física que la corriente alterna supuso una mejora con respecto a la corriente continua generada por Edison. Y al hablar de la radio ni siquiera hay que valorar la historia: los jueces decidieron ya hace muchos años que la patente de Tesla tenía prioridad sobre la de Marconi. Pero los libros de texto que usarán mis sobrinas hablarán del italiano. Institucionalización del poder, le llaman. Defectos de ser croata y asocial en vez de americano y cercano a la multitud.

Un tipo entrañable

Martes 31 de enero de 2012

Aunque no soy yo luterano ni seguidor de cualquiera de las otras ramas del protestantismo, considero que hay casos excepcionales de personas que nacen predestinadas a una determinada posición, personal o social. Stéphane Hessel es una de esas personas. Cuando uno es hijo de Catherine y Jules y asiste en primera persona a la entrada en la vida de la pareja de Jim, acabar siendo un personaje público tiene algo de lógica (he utilizado los nombres ficcionales creados por François Truffaut en Jules et Jim por abreviar). A los 93 años, un diplomático francés ha entrado como un elefante en la cacharrería en las mentes de aquellos que podrían ser sus bisnietos. Lo hizo con un opúsculo, Indignaos, que ha recibido bastante más atención de la que merece. Ofrece respuestas sencillas (y rápidas) a problemas muy complejos, lo que no acaba de convencer a aquellos que somos algo aficionados a la serena reflexión.

Cabalgando sobre la ola del librito indignado, la editorial Destino ha rescatado la autobiografía de Hessel, escrita en 1997. El autor no se ha molestado, que sepamos, en actualizarla, más allá de un prefacio de página y media que no ofrece muchas respuestas. El material, como el de otros muchos que vivieron en la misma época, da para tres o cuatro vidas y una biografía de dos o tres tomos gruesos. La narración es bastante desigual y no queda a la altura de los hechos.

Pecado fundamental de Hessel: utilizar dos hilos narrativos diferentes. Hasta 1945 nos encontramos con una biografía lineal, organizada y entretenida, salpimentada por las vivencias familiares, los progresos académicos y los equilibrios del autor/narrador para conciliar su nacimiento alemán con su naturalización francesa. Las experiencias de guerra consiguen atraer de manera irresistible al lector: la Resistencia, Charles de Gaulle y Jean Moulin, el campo de exterminio de Buchenwald –cerca de la idílica Weimar– y las tretas de los prisioneros para escapar con vida de semejante infierno.

A partir de la guerra, Hessel cambia el modo de narrar y entramos en una estructura de carácter episódico, algo que no conviene a alguien que ha tenido una variedad de experiencias verdaderamente sorprendente. Sin descanso saltamos de la ONU a Argelia, de Indochina a Burundi, de Pierre Mendès-France a François Mitterand. Mientras la primera parte de la obra resultaba próxima a cualquier lector, la segunda se convierte en un farragoso ejercicio para todo aquel que no tenga un profundo conocimiento (muy profundo) de la política francesa, tanto interior como en relación a sus colonias y excolonias. Pongamos un ejemplo claro trasladado a España: a un francés quizás le interesen las hazañas ministeriales de Serrano Súñer o de Manuel Fraga, pero si ya nos vamos a Pepito Ruiz Solís o a Pío Cabanillas Gallas el asunto puede derivar fácilmente en el particularismo. Y ya no digamos si en lugar de hablar de figuras públicas nos trasladamos, como hace Hessel, a los intestinos de los partidos políticos, como la batalla Mitterand-Rocard por el control del Partido Socialista Francés.

En 2011 dejó este valle de lágrimas Jorge Semprún. Talento literario aparte (el de “Federico Sánchez” era mucho mayor que el de Stéphane Hessel), la trayectoria vital de ambos tiene muchas similitudes. Los dos han sido voces de la conciencia de la vieja izquierda, aquella que se ha trasladado desde posiciones originalmente socialistas o comunistas hacia la socialdemocracia y la participación decidida en la partitocracia, incluso desde su misma estructura gubernamental (Semprún como ministro, Hessel como diplomático). Hessel, además, con esa imagen de anciano entrañable e izquierdoso, ha logrado ser ancla de una pequeña (por ahora) revolución cultural. Qué quieren que les diga, yo prefiero basar mis análisis económicos en Stiglitz y Krugman y mis análisis políticos en los mejores diarios internacionales y algunos libros de referencia. Pero conviene no olvidar que a Dreyfus lo sacó Emile Zola de su cárcel en la Guayana Francesa con el “Yo acuso”, un libelo que está en el fondo de la obrita de Hessel. Pocas palabras, máximo resultado. Y todo gracias a un pensionista nonagenario de vida bizantina como las novelas.

El sistema pernicioso

Lunes 16 de enero de 2012

Tengo querencia por algunos estudiosos y literatos polacos. Durante mi formación caí rendido a los pies de Wladislaw Tatarkiewicz y su “Historia de seis ideas”, un compendio de estética que debería ser de obligada lectura para todo aquel que tenga el más mínimo interés en el arte, en cualquier arte. Stanislaw Lem o Czeslaw Milosz ocupan un lugar privilegiado en mi biblioteca. Y ya desde hace tiempo sigo a uno de los grandes sociólogos de nuestro tiempo, Zygmunt Bauman. El Fondo de Cultura Económica acaba de publicar un compendio de escritos de este filósofo bajo el título, quizás demasiado contundente, de “Daños colaterales”, una frase desafortunada que el Departamento de Estado USA ha popularizado de manera desgraciada en los últimos diez años.

El título no es lo único parcialmente negativo de esta publicación. El ser un compendio de artículos hace que se repitan ideas y datos con el paso de las páginas, lo que merma la unidad estilística de la obra. Por otro lado, Bauman ha ahondado menos de lo que pueda parecer en las “desigualdades sociales en la era global” y el editor se ve obligado a introducir escritos acerca del Holocausto y el mal que, estrictamente, no acaban de encajar con el propósito de la obra.

Hasta aquí lo que se puede decir de malo de esta selección, y que en nada es achacable al Príncipe de Asturias del 2010. A partir de aquí, una serie de constataciones y reflexiones acerca de un sistema (al que podemos etiquetar como “capitalista”) que no parece funcionar de manera engrasada. Dato que ofrece Bauman y que puede servir de onagro para demoler las murallas de ese sistema: “Tanzania obtiene 2.200 millones de dólares por año, que reparte entre 25 millones de habitantes. El banco Goldman Sachs gana 2.600 millones de dólares, que luego se dividen entre 161 accionistas”. En “Del ágora al mercado” hay unos cuantos ejemplos más igualmente sangrantes.
Y lo peor es que el empobrecimiento social se ha transmitido a los individuos que forman las unidades del sistema. Bauman utiliza hábilmente (y en varias ocasiones) el argumentario de Ulrich Beck. Ya no hay motivaciones para trabajar en la verdadera democracia. Desde Estados Unidos se ha sostenido el adagio de que la democracia solo puede desarrollarse en el marco del sistema capitalista. Bauman no llega a hacer “la” pregunta, pero deja al lector en disposición de hacerla: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de democracia? ¿A la continua participación en los asuntos ciudadanos para la que el ágora ateniense es referente? ¿O al depósito inconsciente de un voto en una urna cada dos o cuatro años? En realidad, los individuos de la postmodernidad han sido “librados cada vez más a sus propios recursos y a su propia sagacidad” y “obligados a idear soluciones individuales a problemas generados socialmente”.

Los que mandan no salen mucho mejor parados de los estudios del sociólogo de Poznan. Marx no tenía razón: los dueños del futuro no son los propietarios de los “medios de producción”. En realidad, y según Bauman, los verdaderos jefes son ahora aquellos que dirigen las “relaciones productivas”, las acciones de otras personas. Y lo hacen bajo unos criterios de competitividad extremos, tan poco humanos en el sentido visto anteriormente como los Estados que sustentan a las grandes corporaciones. El “Mene, Tekel, Upharsin” (“contado, pesado, repartido”, las únicas palabras que Dios escribió con sus manos y que, literalmente, hacen referencia al comercio en la antigua Babilonia) ha sido sustituido por la fórmula “tu último logro es la medida de tu mérito”. Es una condensación económica de lo que Bauman llama la “modernidad líquida”.

A modo de coda, me atrevo a trazar un paralelo que Bauman no ha delineado. En “Historia natural del mal” aparece el conocido “experimento de Milgram”, que demuestra que en determinadas condiciones la obediencia a la autoridad está por encima de otros principios éticos. Hasta ahora, los resultados de ese experimento se han aplicado al estudio de circunstancias como la burocratización del Holocausto personificada por Adolf Eichmann. Quizás sea el momento de pensar si Milgram va a estar presente en nuestras relaciones de todos los días con el jefe y los Estados que nos hacen afrontar una crisis generada por los más ricos y ambiciosos.

Las tierras perdidas

Miércoles 11 de enero de 2012

Con la que está cayendo por la Zarzuela, todas las noticias de las que tienen cumplida información en las páginas anteriores de este diario, hubiera sido relativamente fácil encontrar algún libro con el que poner aún más en la picota al Duque de Palma o al mismo rey Juan Carlos. Pero se da la circunstancia de que mi lectura de esta semana, que cierra el año, tiene como protagonista a compatriotas de la reina Sofía. En verdad, los hechos de su familia sobrevuelan el destino de buena parte de los personajes de “Ciudades a la deriva”, trilogía novelesca de Stratís Tsircas que ha editado recientemente la editorial Cátedra. Ni que decir tiene que la edición responde a los estándares de calidad que siempre ofrece este sello. La introducción de Ioanna Nicolaidou es excelente y las notas a pie de página son completas sin caer en fárragos innecesarios.

Para el espectador de telediarios con poco conocimiento de Historia, Grecia viene a ser –en roman paladino– el culo de Europa. Un país con dos rescates encima, una conflictividad social que asusta, un sistema de partidos corrupto en el que los apellidos Papandreu y Venizelos se vienen repitiendo desde los años 20 y una vida cultural que palidece ante cualquier comparación con el pasado, ya sea inmediato o más alejado.

Pero Grecia, al margen de su legado filosófico y democrático, fue la primera potencia de la Historia que consiguió que sus conquistas en época de esplendor se consolidasen en forma de colonias. Hasta 1922, Izmir (Turquía) se llamaba Esmirna y estaba poblada en su mayor parte por griegos. Chipre y las demás islas del Egeo y el Jónico son islas griegas. Y más allá está la joya de la corona: Alejandría. La ciudad de Kavafis y Tsírcas, que ya no es de ellos porque el “simpático” gobierno de Gamal Abdel Nasser empujó en 1952 a los griegos fuera de la que había sido su ciudad durante veinticinco siglos.

Egipto fue escenario básico de la Segunda Guerra Mundial y hacia allí huyeron buena parte de los miembros de la Resistencia a la dictadura fascista de Metáxas. Allí encontramos en “Ariagni” y “Bat”, la segunda y la tercera novela de la trilogía, a su protagonista, Manos Simonidis. Un personaje íntegro, comprometido con sus ideas sin que le ciegue el sectarismo y también un imán para las mujeres. Sus conquistas comienzan a cientos de kilómetros, en Jerusalén, entre los brazos de Emmy Brobetzberg, una Emma Bovary pasada por el tamiz del sadomasoquismo y la ninfomanía, en “El club”, la primera novela. Por desgracia para él, a su alrededor se teje una tela de araña en la que abundan los enemigos. Especialmente escalofriante resulta “El Hombrecillo”, innominado durante las mil páginas de la novela, y que representa la ortodoxia estalinista con todas sus incoherencias y crueldades.

Y por encima de toda la peripecia de Manos y sus compañeros (Fanis, Parasjos, etc.) la tragedia de la Resistencia griega. Porque Grecia fue una víctima del miedo al comunismo de Churchill y otros gobernantes de la época. Porque muchos dejaron su sangre para derrotar al fascismo y recibieron como premio marchas de la muerte a través de los desiertos nubios y campos de concentración. Jorge II, abuelo de la reina Sofía, cómodamente instalado en Londres, que primero había defendido al dictador fascista, no tuvo reparos en permitir la injerencia británica en asuntos griegos, y evitó a sangre y fuego (Tsircas lo relata de forma magnífica) que el ejército se pusiese al lado de su pueblo. Cuando regresó a Grecia, se sometió a un plebiscito… con un censo electoral manipulado por los Aliados para impedir el triunfo de los comunistas. Y en la Guerra Civil, la gente como Simonidis fue aniquilada por defender la democracia. Es el laberinto de Grecia, con paradas en Jerusalén, El Cairo y Alejandría. Contado por un maestro del arte narrativo que exprime hasta el final los recursos técnicos que la novela ofrecía desde inicios de siglo XX. Un referente de la diáspora, de las tierras perdidas por la civilización de la Hélade.

Un triunfo indiscutible

Lunes 2 de enero de 2012

No puedo resistirme a comentarlo, de verdad. Espero que me comprendan. Esta semana he empezado a creer en Papá Noel, yo que siempre he defendido a los Reyes Magos como pertenecientes a una tradición que no nace de la influencia de cierta marca de bebidas gaseosas sobre el aspecto del personaje en cuestión. Pero alguien ha debido de traernos este regalo. ¿Cómo si no explicar la retirada navideña de Lucía Etxebarría? La autora nos ha explicado unas cuantas milongas acerca de sus beneficios (obviando que solo con lo que se ha embolsado de los Premios Nadal y Planeta podría vivir dos vidas de las que llevan millones de españolitos de a pie) y de lo perjudicial que es la piratería (que lo es, desde luego).

Llega a la literatura, de manera un tanto extravagante como corresponde a un país de pandereta literaria como el nuestro, un fenómeno que pone en solfa de alguna manera la viabilidad del creador en la sociedad mercantil. Y precisamente aparece traducido un ensayo del historiador británico Tim Blanning acerca del estatus del músico en la sociedad desde 1700 hasta la actualidad. La tesis se enuncia desde el título (“El triunfo de la música”) y se completa de manera contundente en una conclusión en la que el autor acaba propasándose un poco al defender la completa victoria del arte musical frente a la decadencia y el desconocimiento de la arquitectura, la pintura o la misma literatura. O lo que es lo mismo: tras despreciar a los apocalípticos en el tema musical, decide Blanning ponerse a una jeremiada sobre todo lo que no sea música.

Si nos abstraemos de una comparación interartística innecesaria y poco argumentada encontraremos una lectura agradable, documentada y con el grado necesario de información para provocar al mismo tiempo una cierta curiosidad intelectual y una sensación de satisfacción creciente con el paso de las páginas. La estructura en solo cinco capítulos -categoría, propósito intrínseco, lugares de interpretación, tecnología y un último capítulo que asocia la música a avances sociales como los “derechos civiles” o el pleno reconocimiento de la homosexualidad en algunas sociedades- constituye un acierto evidente.

El punto de partida de Blanning es la situación de los músicos en el siglo XVIII. La mala fortuna del genio Mozart, despedido de una patada en el culo casi literalmente del palacio del arzobispo de Salzburgo, contrastaba con la vida cómoda de Haydn en Esterháza. Aún así, conseguidas las comodidades materiales, Haydn luchó por su libertad creadora. Wagner dio el paso casi definitivo al construir su teatro propio en Bayreuth y ejercer una poderosa influencia en Ludwig II de Baviera (el dueño del castillo en el que se basa la imagen de Disney). A partir de ahí, y ante el evidente fracaso (comercial y a nivel de público) de la música clásica producida de Schönberg en adelante, Blanning tiene que saltar a la música popular, comenzando por el jazz y acabando con el pop. Por ahí se puede encontrar el mayor fallo del libro desde el punto de vista de la historia del arte, pues francamente resulta complejo hacer una comparativa social sobre la influencia de Bono de U2 en contraposición con la de Mozart sin tener demasiado en cuenta las cualidades como creador musical de uno y otro.

Apartado con especial interés y que sostiene mejor la tesis de Blanning es el de la tecnología. El triunfo de la música en nuestra sociedad, su omnipresencia, se sostiene gracias a avances tecnológicos continuos. Hace unos años existía el walkman; a la vista del éxito de los inventos de Steve Jobs, solo era la avanzada del progreso, en términos de Conrad. A Blanning no le da tiempo (el original es de 2008) a tratar la explosión del “streaming”, que amenaza con dejar obsoleto el concepto de hilo musical asociado a las radiofórmulas. Y al lector lo asalta una pregunta: ¿qué nos esperará dentro de diez años? En cualquier caso, podemos anticipar que, cada vez que entremos en una cafetería o en una tienda, seguiremos escuchando música. Ese es el gran triunfo de lo musical. Y que en día como los que vienen seguiremos regalando discos y reproductores, además de libros. Desde esta columna les deseamos una Feliz Navidad.