Hoy podría matarles de aburrimiento desde el comienzo de la columna. Lo haría explicándoles técnicamente desde mi posición de teórico de la literatura en qué consiste la “falacia intencional” y cómo se han construido montañas de escritos críticos alrededor de ella. Pero me he levantado con la cabeza en Tomás de Aquino, que se celebra mañana, y en honor a la sencillez les diré que la “falacia intencional” es la manera pomposa de denominar la confusión que se produce en un determinado lector de una obra literaria y que le lleva a confundir lo ficcional con lo real y empírico.
Las dudas acerca de si Shakespeare escribió o no sus obras se sostienen, fundamentalmente, en base a este recurso. James Shapiro, profesor de la prestigiosa universidad de Columbia, ha escrito un libro sobre esas especulaciones que publica ahora la editorial Gredos bajo el farragoso y poco atractivo título “Shakespeare: una vida y una obra controvertidas”. Pasen por alto este detalle y lean sobre algunas de esas teorías conspiranoicas que tan en boga están y le ponen salsa a ese invento cuasi diabólico que son las redes sociales.
Como ustedes, queridos lectores, no son en su mayor parte hijos de la Pérfida Albión, no les supongo familiarizados con el drama que supone el hecho de que su gran gloria nacional sea un tipo ignoto, hijo de un fabricante de guantes, salido de una aldea como Stratford-upon-Avon que, de repente, y cito palabras del insigne Mark Twain “sin ninguna preparación ni cualificación, en el sentido de formación y experiencia, expulsa grandes tragedias como un volcán”. Es evidente que el autor de “Huck Finn”, ostentador de una azarosa peripecia vital, no contemplaba la posibilidad de que ese hombre tuviera un magín prodigioso.
No fue Twain el único en dudar acerca de Shakespeare. De hecho, al bando de los escépticos podemos sumar, con testimonios que aporta el propio Shapiro, a Hellen Keller, Sigmund Freud o mi admirado Derek Jacobi (para los que bajan de los 35, el recordado protagonista de “Yo, Claudio”) entre otros. Todos los citados se agolpan en dos bandos: los que creen que el autor de la magna obra shakespeareana fue Francis Bacon y los que optan por regalar tal honor a Edward de Vere, Earl de Oxford. Personalmente, lamento que Shapiro no le haya dedicado más que unas breves menciones a mi conspiración favorita: la que dice que Christopher Marlowe no murió asesinado en una taberna de las afueras de Londres el 30 de mayo de 1593 a manos de esbirros del servicio secreto de Su Majestad, sino que huyó a Francia y empezó a firmar sus obras como William Shakespeare.
Francamente, me da pereza ponerme a explicar por qué sabemos que Shakespeare escribió sus obras. Shapiro lo hace muy bien, recurriendo a una breve biografía inicial, a testimonios de la época y a argumentos literarios que tienen como centro el desmoche de la falacia anteriormente citada. Es mucho más divertido hablar de los otros candidatos. A Francis Bacon, autor del “Novum Organum”, muñidor a la par de Michel de Montaigne del ensayo literario y pluma prolífica do las hubiere, le ha caído de todo en estos siglos. Cierta señorita Gallup afirmó que las claves secretas incluidas en sus obras permitían atribuirle las de Shakespeare, Peele, Edmund Spenser, Robert Burton, Marlowe y Robert Greene. Un despendole, háganme caso: ni el monstruo prolífico que era Lope de Vega hubiese podido hacer tal cosa.
Lo del Conde de Oxford tiene aún más guasa y es una demostración de cómo las conspiraciones se retroalimentan gracias a la fe inconmensurable de sus acólitos. La principal razón para que Oxford no pudiese escribir la mayor parte de Shakespeare es que falleció… doce años antes que él (en 1604). Pues bien, ahí tenemos a Jacobi y otros personajes similares defendiendo que antes de morir lo había dejado todo escrito y que un misterioso depositario de tal legado administró las obras ya escritas. Ya lo decía Guerrita (o el Gallo, no tengo el Cossío a mano): hay gente pa tó. Menos mal que Shakespeare sigue ahí, faro literario que ilumina hasta las horas más oscuras.