Histórico de octubre de 2011

Cáncer

Lunes 31 de octubre de 2011

Siguen saliendo libros que han sido premiados a lo largo de 2011. Tranquilo, querido lector, las filípicas sobre premios mal dados se acabaron la pasada semana. Ésta necesito el espacio para algo mucho más importante: animarles a todos ustedes a que se lean un libro sobre un tema tan espinoso como es la enfermedad que, junto a las cardiacas, mata a más personas en el mundo civilizado: el cáncer. Ese libro es “El emperador de todos los males”, lo escribió un oncólogo estadounidense de origen indio –Siddhartha Mukherjee– y recibió el Premio Pulitzer de 2011 al mejor libro publicado en USA en la categoría de “No ficción general”.

Asumo que una parte de ustedes no pasarán de este punto por culpa de las malas vibraciones, los malos recuerdos, el hueco que deja la ausencia de una persona –familiar cercano, más lejano, amigo– al que la enfermedad maltrató y se acabó llevando a pesar de su lucha. Todos, sin excepción, hemos sufrido por culpa del cáncer. Y, por desgracia, seguiremos sufriendo durante bastante tiempo. Hemos avanzado mucho en la cura de determinadas variedades, otras permanecen prácticamente indestructibles. La medicina genética –sí, esa para la que sirven las células madre que algunos se empeñan en no conservar por culpa de un presunto “derecho a la vida” (desde luego no el derecho a la vida de los que necesitan quimioterapia)– abre una esperanzadora vía que ha triunfado con determinados casos, por ejemplo, los de mama que pueden ser tratados con un medicamento llamado Herceptin. Pero en el fondo, depende de la suerte de cada uno.

En todos los meses que he estado con ustedes no les he recomendado un libro más duro que éste. En ocasiones lleva al lector al borde la náusea, y no por culpa de los detalles morbosos. El autor utiliza un lenguaje exquisito y se puede decir que ahorra al lector todas las imágenes difíciles que puede, pero no siempre consigue evitar que el lector deposite el libro por un instante en sus rodillas o en la mesa y tome aire profundamente. Les pondré dos ejemplos: es vomitivo el cinismo de las compañías tabacaleras, de todos los políticos que las apoyan (congresistas de estados del Sur de USA, productores en masa de tabaco) y de publicitarios como los de la serie “Mad Men” (recién estrenada en España en abierto), que disimularon contra todo informe científico serio los peligros del tabaco; y no menos repugnante, por lo que tiene de infracción de todo código ético, es la investigación oncológica que manipula vidas y datos para simular un éxito que no tiene. Pongan Werner Bezwoda en Google y prepárense para quedar ojipláticos.

Para colmo, Mukherjee nos sumerge en la enfermedad comenzando con los seres más vulnerables: los niños. No podemos culparle: muchos de los avances más importantes en la medicina oncológica se han producido, como demuestra el autor, a partir del estudio de distintos tipos de leucemia que se manifiestan en la infancia. A mayor abundamiento, el cáncer comenzó a ser una enfermedad políticamente visible en los Estados Unidos a raíz de los esfuerzos de los “laskeritas”, un grupo de presión que utilizó como bandera a Jimmy, un niño con leucemia (que azares del destino, fue el único niño de su grupo en salvarse de la enfermedad. Murió de un derrame cerebral en 2001).

Y cuando el lector piensa que la cosa no puede ponerse peor, aparece el sarcoma de Kaposi, un cáncer que se desarrolla en enfermos de SIDA. Y ya tenemos dos de las tres grandes epidemias de la modernidad juntas en un solo libro. ¿Por qué leer, entonces? Por curiosidad y esperanza. Hay personas que prefieren cerrar los ojos, permanecer ignorantes ante la extrema contundencia de la enfermedad. Es comprensible, pero el saber tranquiliza, y al saber se llega a través de la curiosidad. Y por esperanza, la de que un día no muy lejano los investigadores conviertan a un paciente de cáncer, como mínimo, en un enfermo crónico en lugar de uno abocado a una muerte extremadamente dolorosa.

Semanas de premios

Miércoles 26 de octubre de 2011

Con el final del verano (que no parece tal) y la llegada del otoño llegan muchas novedades literarias y muchos eventos relacionados con los premios literarios. Hace un par de semanas, el Nobel a Tranströmer. La pasada, el Planeta a Javier Moro. Esta semana, la entrega del Príncipe de Asturias a Leonard Cohen. Para que quede claro: el Nobel es un premio serio; el Príncipe de Asturias un cachondeo que se da sin ningún criterio literario desde que lo recibió Arthur Miller (bien, les concedo a los lectores más avispados el premio a Ismael Kadaré) y que en esta ocasión recibe un Leonard Cohen que es poeta del montón (y un cantautor sobresaliente) pero que da lustre al galardón y se ha presentado en Oviedo en tiempo y forma; y lo del Planeta es simplemente una vergüenza, inédita en todo país civilizado en cuanto a lo literario se refiere, una operación comercial con apoyo institucional y objetivo navideño exenta de toda calidad y de la seriedad que otorga a premios como el Booker, referencia en el mundo anglosajón, el hecho de ser otorgados por jurados serios a novelas ya publicadas que no dependan de una u otra editorial.

Precisamente se publica ahora en español “Parrot y Olivier en América” la última novela de Peter Carey, uno de los dos únicos escritores que ha ganado el Booker en dos ocasiones (el otro es el surafricano Coetzee). Este escritor australiano representa a la perfección la riqueza de una literatura que, tras la muerte de Patrick White, ha podido encontrar referentes en él y en el poeta Les Murray. Carey, nacido en 1943, tuvo una aparición inicial fulgurante en el panorama internacional con “Illywhacker” y “Óscar y Lucinda” (se la recomiendo, aunque tendrán que leérsela en inglés porque la traducción está agotada) y desde los ochenta se ha mantenido en una línea de novela enraizada en lo mejor de las tradiciones inglesa y de la Commonwealth.

Una de las cosas que se agradece de un autor como Peter Carey es que, siendo de un lugar tan peculiar como Australia, evite temáticas manidas sobre su país. Vamos, lo que no hacen los bestsellerados españoles con la Guerra Civil, el glorioso pasado imperial o las reflexiones femeninas en la postmodernidad. A Carey le ha atraído en esta ocasión escribir sobre la naciente democracia americana y su peculiar relación con la cultura francesa, que en esta novela representa Olivier de Garmont.

Tres nombres franceses adornan la contribución francesa a la independencia americana: Lafayette, general al servicio de los rebeldes; Beaumarchais (sí, el autor de “Las bodas de Fígaro” fue un importante muñidor de esa independencia) y Alexis de Tocqueville, el autor de “La democracia en América”, libro que miente en su título porque su autor está muy dispuesto a hablar de cualquier cosa sobre los Estados Unidos, sea relacionada con la política o no.

Carey ha confesado que Garmont está construido sobre la plantilla de Tocqueville. Los dos nobles, franceses, con antepasados que vieron su cabeza rodar en el Terror robespierrano y con una misión encargada por el gobierno: la de investigar el sistema penitenciario americano. Por suerte el estudioso francés no se dedicó solo a eso y Garmont tampoco.

Pero hay una diferencia fundamental entre ambos: Tocqueville viaja con Gustave de Beaumont, otro noble francés. Garmont lo hace acompañado por Parrot, criado cincuentón de la estirpe de Sancho, de vida azarosa, ayudante de monedero falso, deportado a Australia con su padre, enamorado de una turbulenta pintora, amanuense de Olivier, impresor de gran valía. Y además, recurso del autor para construir la ficción a base de un torrente epistolar alternativo que le da bastante ritmo a la novela.

Antes de hacer partir allende el Atlántico a Olivier de Garmont, Carey nos ofrece un ácido retrato de la molicie de la nobleza francesa que sucumbió ante la Revolución y años después protagonizó algunas fallidas restauraciones. El apodo del protagonista, “Lord Migraña” no es más que un justo descriptor de su debilidad, aunque es de justicia reconocer que su aspecto enclenque, su mala salud y su dependencia materna no le impiden ser capaz de valorar la nueva nación.
El contrapunto que resulta ser Parrot frente a Olivier y los vaivenes de su relación acaban por eclipsar la posible intención de Carey de retratar la democracia americana desde una perspectiva histórica. Las mejores reflexiones sobre el particular están en los momentos en los que la novela expira, con pensamientos sobre el desarrollo del arte y la existencia de una clase ociosa. En fin, una buena oportunidad histórica perdida a favor de la verdadera ficción. Para la historia ya tenemos a Tocqueville.

Literatura para comunicados

Jueves 20 de octubre de 2011

“En mi opinión hay tres proposiciones evidentes por sí mismas: la primera es que nada puede salvar al mundo si no es un acto general de arrepentimiento en lugar de la actual insistencia farisaica en la maldad de los demás, pues todos hemos pecado y seguimos pecando de la manera más horrible; la segunda es que lo que nos hace buenos es el buen trato y no el maltrato; y la tercera, por caer en el odioso lenguaje colectivo tan de moda en la actualidad, que a menos que tratemos bien a quien nos ha tratado mal no llegaremos a ninguna parte”. Victor Gollancz (judío, después del Holocausto. Creo que tenía más que perdonar que muchos de los que le restan valor a la actual situación de conflicto en Euskadi).

Y de postre, José Agustín Goytisolo (gentileza de mis amigos de la Librería Trama):

“La libertad si quieres será tuya
pero
solo por un momento
porque cuando la tengas
se escapará riendo entre tus manos
y tendrás que buscarla y perseguirla
por las calles ciudades praderas y desiertos
de todo el vasto mundo
porque se deja amar únicamente por amor por ganas
porque ella
es más hermosa que una pluma al viento”

El secretario

Martes 18 de octubre de 2011

Estoy leyendo una historia del cristianismo que, ya les anticipo, aparecerá por estas “Gotas de Tinta” en unas semanas. Por allá me topo con el primer rey de Inglaterra, el rey Alfred, que ostentó el gobierno entre el 871 y el 899. Es decir, la corona británica se ha mantenido en el poder durante un milenio casi de manera ininterrumpida. Y la clave de esta frase está en el “casi”. Durante un breve lapso de tiempo, como sabrán aquellos que disfruten de la historia, el Parlamento se impuso sobre la Corona y fue incluso capaz de proclamar la República de la mano de Oliver Cromwell y su ejército de puritanos. Entre las personas que rodeaban al Lord Protector, una de ellas llamaba especialmente la atención: su secretario de cartas latinas. Un tal John Milton. El mayor poeta en lengua inglesa que yo conozco y un apasionado defensor de las libertades, sobre todo en su opúsculo “Areopagitica”, que ahora ofrece la Editorial Técnos en una preciosa edición bilingüe.

John Milton no ha sido bien tratado por las corrientes críticas anglosajonas del siglo XX. Los más recalcitrantes anglicanos y católicos, como C.S. Lewis y T.S. Eliot enfrentaron su poesía con las anteojeras religiosas y la denostaron por ser subversiva. Sus sucesores de los movimientos más volcados hacia el estilo detestaban su tratamiento del inglés como si fuese una lengua muerta. ¿Y qué decir de los Estudios Culturales y Post-Coloniales? Demasiado teocéntrico, demasiado machista, demasiado de todo para ellos. Pese a ello, “El Paraíso Perdido” se yergue como una obra central del canon. En particular el personaje de Satanás, villano a la altura del peor de todos (que para mí es Yago, el antagonista de Otelo), pero que cuenta con la simpatía hacia el rebelde que todos tenemos. Es un derrotado perpetuo, pues su victoria sobre Dios y Jesús montado en el Mercaba es imposible. Pero no desiste en la lucha ni cuando se hunde en el mar de serpientes, dos cantos antes del final.

La “Areopagitica” es un panfleto, necesariamente breve por lo tanto, que Milton dirigió al Parlamento con objeto de impedir el desarrollo de la ley que imponía la censura a todo lo publicado en Inglaterra y prohibía la importación de libros del extranjero, coartando así la posibilidad de desarrollo del conocimiento. Milton defiende, en lugar de una interpretación a priori de la ley, una a posteriori: siempre se podrán destruir aquellos libros de contenido licencioso o inadecuado. Sin embargo, hacerlo antes constituye un exceso que empobrece el grado de libertad que todo pueblo debe tener.

Desde su mismo título (el Areopago era una colina griega a cuyo pie se reunía un consejo de ciudadanos que el filósofo Isócrates trató de resucitar en tiempos de la polis griega) el tratado abunda en referencias grecolatinas. Paradigma de la libertad de prensa es la Roma del siglo primero antes de Cristo, en la que Catulo desarrollaba sus en ocasiones soeces épodos, Lucrecio su epicureísmo con toques del más recalcitrante ateísmo y Tito Livio su toma de partido por Pompeyo en lugar del vencedor César. Paradigma de todo lo contrario es la cerrazón de la Iglesia católica, representada por la Inquisición sevillana (que de la mano de Felipe II había dado a luz una norma similar a finales del XVI) y por la Inquisición italiana, que había atacado a Galileo, amigo personal del propio Milton.

Dejamos para el final un aspecto que resulta de gran interés: el de la traducción. Milton es uno de esos autores a los que cuesta no traicionar. Ya hemos dicho que trata el inglés como al muerto latín, y por lo tanto en su prosa abundan los hipérbatos y las palabras más complejas. El espíritu del léxico de la obra no es recogido por el traductor, Joan Curbet, que se queda muy lejos del nivel alcanzado por la magnífica y ya agotada traducción para el FCE del poeta Josep Carner. Sin embargo, el acierto de convertir en bilingüe la versión compensa este fallo y hace que los lectores puedan disfrutar de este clásico sin perder por un instante ni un gramo de aquello que lo hace especial.

La bestia rubia

Viernes 7 de octubre de 2011

A decir verdad, el hecho de que la Segunda Guerra Mundial pasase prácticamente de refilón por España (el episodio de Hendaya en algunas historias no merece más que un par de líneas y en algunas otras ni eso) ha tenido pésimas consecuencias en la literatura historiográfica sobre el evento publicada en nuestro país. “A world at arms”, de Weinberg, la mejor historia sobre el particular, está agotada desde hace años; “La destrucción de los judíos europeos” de Hillberg tiene un precio más que prohibitivo, lo mismo que el tríptico sobre el Tercer Reich de Richard J. Evans. Nadie ha traducido los seis volúmenes de Churchill, pero de estos al menos hay una compilación que resulta de gran interés.

Cuestión distinta son las novelas con esa temática. Esas han tenido mayor o menor fortuna, pero al menos se han publicado en condiciones. Las distopías han tenido cierto éxito y recuerdo bien el impacto que generó en mí la primera lectura de “Patria” de Harris. Menos éxito pero mayor calidad presenta “El hombre en el castillo” de Philip Dick. Desapercibida ha pasado en los últimos años “Europa central” de William Vollman. De restallante éxito pero (pienso) pocos lectores resultó “Las benévolas” de Jonathan Little.

Ahora, cuando frisamos ya el 2012, llega a España “HHhH”, uno de los grandes éxitos editoriales franceses de hace dos años, una novela pretenciosa de un escritor novel llamado Laurent Binet, que trata sobre el asesinato de “La bestia rubia”, Reinhard Heydrich, mano derecha de Heinrich Himmler, jefe a su vez de las SS y acólito principal de Hitler. He observado que los éxitos franceses de un tiempo a esta parte parecen cumplir la ley informática de Godwin: “A medida que una discusión online se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis, tiende a uno”. Pasó con Little y pasa ahora con Binet.

Llegado hasta aquí, curioso lector, detente en esta línea y piensa que si sigues te voy a destripar buena parte de lo que sucede en la novela. No suelo hacerlo pero para hablar mal de algo se necesitan argumentos que solo la lectura ofrece. Binet no ha sido muy original a la hora de escoger su tema. Su libro parece una película española sobre la Guerra Civil (descarten “Pa negre”): los buenos son muy buenos, los malos son horribles, sobrenombres hirientes incluidos. Heydrich parece predestinado a ser un jerarca nazí y así acaba. Sus asesinos son un par de héroes, a pesar de que el magnicidio sea una chapuza que sale bien de puro milagro. La alargada escena sobre el cerco a la iglesia en la que se refugian tampoco es que sea un prodigio del ritmo narrativo. Y además ya sabemos que a semejantes héroes no les queda otra salida que no sea el suicidio.

Binet se ha documentado bien. Muy bien. El problema es que lo que ha hecho no es una novela porque, en contra de las afirmaciones de que dentro de esta etiqueta cabe todo, no tiene más que algunos retazos de ficcionalidad. Bastantes menos, voto a tal, que las novelas históricas de Walter Scott o las más cercanas (y dignas de toda crítica) de Pérez-Reverte. Aún por encima el lector tiene que soportar dos cosas insoportables: digresiones que van contra la unidad temática de la obra y en cuyo engarce el autor muestra una lamentable falta de mano izquierda (soy muy aficionado al fútbol, pero antes que la historia de la masacre del Dinamo de Kiev a este libro le pegaba un excurso sobre Matias Sindelar) y profundidades idiotas hechas por un lector (malo) de novelas (malas) sobre como escribir novelas (peores). En el capítulo 1 se pregunta: “¿hay algo más vulgar que un personaje inventado?”. Imagínenme con la mano levantada, como en la clase de Doña Gloria en Becerreá. Sí, hay algo más vulgar. Un juntaletras que se lee cincuenta libros sobre un tema pero ningún libro sobre teoría de la novela e intenta hacer algo parecido al “Quijote” o el “Tristram Shandy”. Lo que sale es un best-seller. Y de los malos.