Histórico de septiembre de 2011

Física cuántica

Lunes 26 de septiembre de 2011

Supongo que conocen el acertijo chino que sirve para la completa relajación. Los más jóvenes porque aparece en un capítulo de “Los Simpsons” (competición de mini-golf entre Bart y Todd), los mayores porque flota en el ambiente. Si un árbol cae en el bosque y nadie lo escucha, ¿qué ruido hace? El acertijo, concebido obviamente en forma de paradoja, entronca para mí en una serie de discusiones sobre la naturaleza de la realidad que mantengo desde que cursé estudios de Lingüística, en los cuáles se planteaban parecidos problemas en la relación entre lo lingüístico y su referente ontológico. Todavía no he llegado a nada en esas discusiones: si Wittgenstein no lo hizo, no voy a ser yo menos.

Viene todo esto a cuento porque, contra lo que pueda parecer, lingüistas y físicos cuánticos buscan por distintos caminos la solución de los mismos problemas. Quizás por eso me ha parecido especialmente interesante enfrentarme a Quantum, el último libro del físico Manjit Kumar sobre el desarrollo de la física en los albores del siglo XX y, en especial, sobre las discusiones entre Albert Einstein y Niels Bohr acerca de cómo sus descubrimientos modificaban ese etéreo concepto que llamamos realidad.

La física cuántica, lo sé, asusta. En la Secundaria están muy ocupados con los fenómenos básicos (gravitación, electromagnetismo, etcétera) para llegar a introducir al alumno en semejantes complejidades. Yo no tengo, como Jaureguizar comentaba la pasada semana en la columna que cierra este periódico, un amigo que me guíe por esas frondosas espesuras cual Virgilio de Dante. Pero tengo curiosidad y ganas de dejarme seducir. Con eso basta para afrontar este libro. No diré que sea tarea fácil pero tampoco es un imposible.

Tomemos un ejemplo básico: el descubrimiento del mismo concepto de cuanto, que da título al libro. Se lo debemos a Max Planck. Esencialmente, es un paquete de energía (comprenderán que no me ponga muy técnico). Ahora que se acerca el invierno y todos tenemos casa en la aldea, metan el atizador en el fuego y comprueben como cambia de color: del negro al rojo oscuro, de ahí a un rojo anaranjado, cuando se enfría hacia el blanco. Por ahí pueden ver distintos niveles de calor que se podrían asociar a una emisión de energía distinta si el hierro fuese un cuerpo negro.

Volvamos con los protagonistas, Einstein y Bohr, que por cierto también aparecen fugazmente en Los Simpsons. A Einstein no hace falta que se le presente: todo el mundo conoce su nombre, nadie conoce el funcionamiento de sus teorías, mucha gente es consciente de su posición como explicador del funcionamiento del Universo y alguna gente de su frase “Dios no juega a los dados”, que viene a significar, llevada al contexto que nos ocupa, que existe una realidad independiente al observador que no ha sido establecida por el azar y que tiene que ser mensurable sin que el subjetivismo del que mide intervenga en ella.

A Niels Bohr lo conoce mucha menos gente, pero su vida es apasionante y sus ideas, pese a oponerse a las de un genio como Einstein, tan o más influyentes. Bohr era danés, experto remero, eximio jugador de ping pong y tan aficionado al fútbol que quizás podría haber sido profesional como su hermano Harald. A diferencia de Einstein no tuvo necesidad de ser un apátrida hasta que en 1942 los nazis invadieron su pequeño país. Esto le permitió formar o acoger en su instituto de Copenhague a muchos científicos prestigiosos, caso de Werner Heisenberg. Él descubrió la forma de quebrar la visión de la realidad de Einstein cuando descubrió el principio de incertidumbre (posición y velocidad en un electrón no pueden ser medidas al mismo tiempo). Ya les he desvelado bastante. Otras cosas sobre la realidad, como el gato de Schrödinger, han quedado en el tintero. Descúbranlas ustedes mismos en esta interesante obra, éxito de ventas en los países anglosajones y quizás condenada a un injusto ostracismo en nuestro país.

Miscelánea

Martes 20 de septiembre de 2011

En la época actual y en cuanto al conocimiento se refiere, estamos en un movimiento oscilante entre la especialización y la ignorancia supina. O lo que es lo mismo, están los que saben mucho de algo y poco de casi todo y los que no saben nada de nada. Claro, que siempre nos quedará una rendija por la que entre el sol de los que intentan, y a veces consiguen, saber mucho de todo.

Alguna vez he hablado en esta columna de Peter Watson, un historiador de las ideas que, aparentemente, sabe mucho de muchas cosas. Hoy les traigo a otro, más conocido y quizás hasta mejor: Bill Bryson. Su último libro “En casa. Una breve historia de la vida privada” nos ofrece el mejor ejemplo de la miscelánea, ese género literario que sirve de cajón de sastre para contenidos muy diversos y a veces difícilmente relacionados entre sí.

Bryson no es ningún desconocido en el mercado editorial español. En prácticamente todas las librerías decentes se puede encontrar su “Breve historia de casi todo”, un libro que ganó decenas de premios por su esfuerzo en el siempre difícil arte de la divulgación científica. La obra, a pesar de rozar las 700 páginas, nos desfallece ni un segundo y va desde el Big Bang y la formación de la Tierra hasta el funcionamiento de las bacterias que producen la fascitis necrotizante, una de esas enfermedades que de convertirse en epidémica nos obligarían a pensar en cómo salir de este retorcido planeta en el que vivimos (algunos) y sobreviven (muchos).

Con su éxito editorial suponemos que Bryson es rico. Quizás gracias a ese dinero ha llegado a sus manos el lugar en el que vive actualmente, una rectoría anglicana cerca de Norfolk, con su jardín, sus habitaciones para los criados, su salón ciruela y, según los proyectos originales de un tal Edward Tull, un retrete en medio de las escaleras. El plan de Bryson en este libro es aparentemente sencillo: pasar una a una por las estancias de la vieja rectoría y hacer la historia en profundidad de cada una de ellas.

Como siempre, y siguiendo un corolario de la ley de Murphy, nada es tan sencillo como parece a primera vista. Y menos con Bryson. ¿Cree usted que la construcción del Crystal Palace en Londres no tiene nada que ver con la vida privada? Craso error. ¿Y la construcción del canal entre New York y el lago Erie y de cómo un tal Canvass White descubrió el mejor cemento hidráulico para ella? ¿Puede esto tener algo que ver con la construcción del sótano de una rectoría inglesa? No, desde luego, dirá cualquier lector avisado. Meec. De nuevo ha fallado. Bill Bryson es al mismo tiempo Dédalo y Ariadna: construye el laberinto y nos da el hilo para salir de él. Eso sí, aplicando las convenientes dosis de paciencia.

No se me asusten, no todo es tan abstruso y difícil de seguir como esto que acabamos de explicar. Las habitaciones que antiguamente fueron destinadas al servicio dan la oportunidad al autor de destacar antiguas desigualdades e incluso de inmiscuirse con cierto grado de delectación en el submundo de la pobreza que generó la Revolución Industrial en ciudades como Manchester o Londres. Con la cocina vemos una breve historia de la comida, de su conservación en hielo y jugosas anécdotas sobre el perímetro abdominal de algunos monarcas británicos, cuyos retratos no les hacen justicia en absoluto (véase el caso de la Reina Ana).

Lean a Bryson. Es instructivo y muy entretenido. Cuando acaben con este, lean “Una breve historia de casi todo” o, ahora que ya hay que empezar a pensar en regalos, cómprelo para alguno de esos chicos despectivamente conocidos como “gafapastas”. Verán el éxito. Es lo que tienen los libros bien escritos

Con un nudo en el estómago

Martes 13 de septiembre de 2011

Hay libros que se leen en estado de shock, envueltos en una capa negra por su contenido, llenos de acciones sucedidas muchas veces en la vida real y que hacen olvidar el “nihil humani a me alienum puto”. Definitivamente, sí hay cosas que me son ajenas de lo humano. Son los horrores que Paul Preston relata en “El holocausto español” y que están teniendo un éxito tan importante que los distribuidores se las ven y se las desean para hacer llegar a tiempo los libros a las librerías.

La investigación sobre la Guerra Civil ha sufrido durísimos reveses en los últimos años. Las corrientes revisionistas, representadas en los medios ultraderechistas por Pío Moa y en los medios académicos por alguien mucho más solvente como Stanley Payne, han impedido que se imponga un consenso necesario y han provocado que, setenta y cinco años después, no haya un acuerdo general en este país para condenar el alzamiento militar de unos espadones vesánicos contra un gobierno probablemente desastroso pero legitimado por las urnas.

Paul Preston ha sido acusado por estos revisionistas de marxismo, en la línea de Tuñón de Lara. No será sitio este para juzgar lo que significa ser marxista en el siglo XXI pero sí para constatar que, llevado por ideas que sus adversarios identifican con la izquierda, Preston es un investigador mucho más serio que aquellos que ponen en cuestión sus escritos. El historiador británico, autor de la historia de la Guerra Civil más solvente hasta la aparición de la de Anthony Beevor, juzga a través del testimonio y el dato, usa innúmeras fuentes y respalda los (escasos) juicios de valor con un argumentario solvente que hace que no pueda ser tildado de mero opinador.

“El Holocausto español” repasa las historias de cientos de víctimas del conflicto fratricida español. Víctimas de la derecha y la izquierda. Y lo hace sin soslayar debates fundamentales en la historiografía sobre el conflicto. Moralmente es necesario buscar un culpable para todo lo sucedido. Preston desmonta con cifras la teoría de que la Guerra Civil comenzó con la revolución de Asturias de 1934 y demuestra que si alguien actuó en esa revuelta guiado por el odio fue el gobierno de la CEDA que provocó una represión (ahora la llamaríamos terrorismo de estado y le echaríamos la culpa a El-Assad o Gadafi por llevarla a cabo) que llevó a que las vidas de 232 miembros de los Cuerpos de Seguridad fueran pagadas con casi 2.000 bajas civiles. También recuerda que esta teoría que ignora el alzamiento del 18 de julio no fue inventada por estos historiadores sino por el mismo Franco a la hora de promulgar la Ley de Responsabilidades Civiles del 13 de febrero de 1939.

Hay páginas para Lugo y su provincia y Preston ha tenido en cuenta entre sus fuentes secundarias a investigadores de nuestra ciudad. La historia de la feminista Juana Capdevielle y su marido, Francisco Pérez Carballo, está extraída de las magníficas investigaciones de Carme Blanco. Menos atención recibe la obra de María Jesús Souto Blanco sobre la represión en nuestra provincia, quizás porque Preston difiere de las cifras que ofrece la citada profesora. En todo caso, los 418 asesinatos que documenta sirven para avalar el rastro de horror que la represión franquista dejó en una ciudad que, por entonces, no era el colmo del progresismo (había ganado el partido centrista de Portela Valladares).

Paracuellos y Ramiro de Maeztu, Alcalá de Henares y el Obispo Basulto (que da nombre a la céntrica calle), Heli Rolando Tella (otra calle… y la memoria histórica al bies) y su Columna de la Muerte extremeña, los partes de guerra de Queipo de Llano, la historia que cierra el libro y que cuenta la historia del conde de Alba de Yeltes, cuya nuera se libró de una masacre porque Marianela, la actual condesa, se casaba en Lugo… Historias que provocan un malestar general. Como el aceite de ricino que se hacía beber a los prisioneros. Triste España cainita que aún no ha superado sus miedos ancestrales.

Alcibíades de papel

Lunes 5 de septiembre de 2011

La enseñanza de la literatura griega y la filosofía va de capa caída de un tiempo a esta parte, así que titular un artículo con el sonoro nombre del estadista y orador “Alcibíades” tenemos que explicar algo sobre él. Solo nos remitiremos, y brevemente, a los diálogos platónicos “Apología” y “El Banquete”. En el primero, brilla su ausencia: Sócrates, encerrado y a punto de beber la cicuta, reniega de sus discípulos, entre los que se encontraba el general, desertor a Esparta durante las Guerras del Peloponeso; en el segundo, Alcibíades aparece como enamorado del mismo Sócrates y como un reconocido bebedor.
Christopher Hitchens es el Alcibíades de la prensa del siglo XXI (y buena parte del XX): se ha relacionado con personalidades importantes (W.H. Auden, Edward Said, Martin Amis), ha cambiado sus lealtades en algunas ocasiones y ha demostrado ser un bebedor consumado según todos los testimonios que hay sobre él, algo que quizás haya contribuido a un prematuro cáncer de esófago que es posible que lo lleve al Tártaro (si tal lugar existiese) antes de la jubilación. Por añadidura, de Vietnam en adelante ha estado en todos los conflictos habidos y por haber, de Irlanda a Eritrea pasando por Bosnia. La editorial Debate ha publicado las memorias de Hitchens, éxito restallante en Estados Unidos, cuyo título “Hitch-22” es un homenaje a Joseph Heller y su novela “Trampa-22”, de la que algún día les hablaré en el blog sito en la web de este mismo periódico.
Hitch es, desde luego, un tipo polifacético. De Oxford en adelante, fue siempre un activista político, experto en PPE (siglas inglesas para Política, Filosofía y Economía) para el que los grandes medios no fueron más que eso, medios para mostrar el vigor de su pluma y unas ideas que, en épocas pretéritas, frisaban con el laborismo e incluso el comunismo y que después han cambiado a un aparente rechazo del totalitarismo en todas sus formas, excluyendo, claro está, el totalitarismo americano.
Cuando Hitch se enfrenta a alguien… mejor agarrarse bien porque vienen curvas. Henry Kissinger (el más ignominioso Nobel de la historia) ha adquirido fama de personaje sin escrúpulos e incluso de genocida gracias a él. Bill Clinton prefirió destapar toda la verdad sobre el caso Lewinsky casualmente el día antes de que Hitch fuese llamado al Senado a contar lo que sabía en medio del segundo proceso de “impeachment” llevado a cabo contra un presidente de los USA. El mismo Dios no debe de tenerlas todas consigo desde que él y su íntimo, el biólogo oxoniense Richard Dawkins, han decidido dar a la gente argumentos para luchar contra él que no se veían desde Feuerbach y David Strauss.
Pero en 2003 todo su progresismo se vio eclipsado por su apoyo a la guerra de Irak y en particular a un halcón como Paul Wolfowitz (si no lo tienen en la cabeza revisen el documental sobre el 11-S de Michael Moore). Su argumento: era justo acabar con Saddam. Ya lo era en 1991. También durante los 80, cuando aprovechó la guerra contra Irán para gasear a los kurdos. Alguien tan inteligente como Hitch olvidó que cuando se está jugando con las vidas de miles de personas no solo hay que tener un “qué” justo, sino un “por qué” justificado (y en estas Memorias de un defensor de Bush tampoco encontramos ni rastro de las famosas armas de destrucción masiva) y un “cómo” adecuado, no en manos de Donald Rumsfeld, Halliburton y demás asuntos turbios.
El prestigio de Hitchens en USA no se ha desvanecido, como demuestra el éxito de esta obra y su rápida traducción a un mundo en el que el autor comienza a ser conocido.