Histórico de abril de 2011

La suerte y la batalla

Sábado 30 de abril de 2011

El último día del febrero pasado falleció Frank Woodruff Buckles. Creo que a nadie le dirá nada este nombre. A mí tampoco me lo decía hasta que el amigo que me lo comentó se explayó un poco más. Era el último americano vivo que había participado en la Primera Guerra Mundial. Y el penúltimo hombre vivo que había entrado en combate. Al último, Claude Stanley Choules, no le queda ya mucha cuerda: tres días después de la muerte de Buckles cumplió 110 años. Su autobiografía se titula “El último de los últimos” y se publicó en 2009. No imagino título más acertado.

Con la ya fácilmente predecible muerte de un hombre tan mayor se perderá la memoria personal de esa guerra. En ese momento, cuando faltan ya los vivos, es el momento de entregarse a los libros. El último que merece la pena sobre este tema se debe al escritor sueco (y Secretario Perpetuo –a pesar de su juventud– de la Academia Sueca de Escritores, que otorga el Nobel) Peter Englund y ha sido traducido por la Editorial Roca bajo el título “La belleza y el dolor de la batalla”. El título, del que el editor y el traductor no tienen ninguna culpa, no me parece lo más acertado de la obra: ni siquiera los triunfadores emanan belleza o encuentran felicidad. Es muy dudoso que en una guerra tan terrible se encuentre algo bello. Ni siquiera considerándolo desde las perspectivas sobre lo bello y lo sublime de un Edmund Burke. Para un servidor lo más bello de la Primera Guerra Mundial es el encarcelamiento de Bertrand Russell por oponerse a ella. E incluso la broma soez de Lytton Strachey ante un tribunal de reclutamiento que le preguntó qué haría si veía a un alemán violando a su hermana. Strachey, homosexual reconocido en la restrictiva sociedad victoriana, contestó que ponerse en medio.

Englund no opta ni por las anécdotas habituales, ni por los personajes habituales ni por la forma de narración común a estos temas. Para una historia al uso ya está la de Gilbert, citada en la bibliografía y recientemente reeditada en tapa blanda por la Esfera de los Libros. Que el hermano de Wittgenstein perdió el brazo derecho y siguió siendo un intérprete maestro solo con su zurda mano es anécdota conocida para todos los que frecuentamos el tema.

Pero ni siquiera los más interesados han nombrado en sus historias a los héroes anónimos de Englund. Todos tienen algo en común: en el fragor de la batalla conservaron la sangre fría suficiente para conservar en la mente sus experiencias y poder plasmarlas en el papel años después. La suerte no les fue tampoco esquiva: solo dos de los veinte protagonistas dejan su vida en los campos de batalla. Uno en el mayor desastre anfibio de la historia, el desembarco chapucero de los Anzac en Galípoli; otro en las trincheras de la muerte montadas a escasos cien kilómetros de París, en la zona del Marne. Meter Englund ha hecho un trabajo de exhumación excelente con esos textos y los ha transformado en un libro muy bello hecho con materiales muy crudos.

Son 227 fragmentos. Ninguno de ellos sobrepasa las cuatro páginas de longitud. ¿Cae Englund en el pecado del atomismo? Ni mucho menos. La selección está tan bien hecha, la mezcla de los diarios y cartas con el narrador extradiegético es tan buena que el hilo se mantiene fácilmente durante toda la narración. Combina además con habilidad los escenarios, recordando al lector que esta Gran Guerra fue tan Mundial como la siguiente, con frentes en África del Este, Mesopotamia o Armenia. Precisamente es en este recóndito lugar del Imperio Otomano donde encontramos al aventurero venezolano Rafael de Nogales, testigo del genocidio del pueblo armenio, cuyos muertos atascan zanjas y pozos. Ellos no tuvieron la suerte de Nogales. Tampoco la de la mayor parte de los demás protagonistas. Son los actores silenciosos de un drama que ofrece mucho dolor y ninguna belleza. Lo bello solamente aparece cuando la sangre no está delante y se ha transformado en la tinta que Englund usa para imprimir su libro.

¿Quen o matou? A min non me importa

Martes 26 de abril de 2011

Se hai un mal costume nas promocións literarias dos últimos tempos é o de usar estratexias próximas ao “cliffhanger”. Tras este termo, que se podería traducir como “colgado do cantil” ou algo polo estilo, agóchase a estratexia de deixar en suspenso unha narración nun momento climático, aproveitando un fenómeno psicolóxico (o efecto Zeigarnik) que fai que a mente dos seres humanos recorden con maior eficiencia os procesos non finalizados cós rematados de forma definitiva. O “cliffhanger” foi explotado, por exemplo, no campo da televisión cun éxito atronador. Cabe recordar que a resolución do famoso “¿Quen disparou a X.R.?” da serie Dallas aínda se mantén como a segunda emisión televisiva máis vista da historia dos USA, só superada polo capítulo final de “M*A*S*H”, e a primeira se temos en conta que ese capítulo non era final de tempada.

O caso é a que maldicida estratexia se trasladou ao literario, sobre todo coa explosión actual do paraliterario en forma de novela negra e histórica. Así, a algún “cráneo privilegiado” (Don Ramón dixit) da editorial “Libros del Asteroide” ocorréuselle que a “triloxía de Deptford” do canadiano Robertson Davies tiña pouco interese así como estaba e decidiu arruinar ao lector destripando o final do primeiro libro, “O quinto en discordia”, na contracuberta do libro. Así, cando se lle recomenda a un amigo, hai que dicirlle que prescinda de lela para non quedar decepcionado. Non direi máis. Non quero que este escrito se convirta no que vulgarmente se chama un spoiler.

É necesario estar sempre agradecido aos mestres que un tivo e nesta ocasión teño que recoñecer que este parágrafo do blog contou coa inestimábel colaboración de Xesús Varela Zapata, compañeiro nas páxinas do xornal e profesor dun servidor na ínclita Facultade de Humanidades xa hai uns anos. Grazas a el puiden saber os problemas que atravesa Robertson Davies para a súa consolidación canónica dentro do Canadá e das Novas literaturas en inglés. El, un escritor realista, da escola ficcional dun Lawrence Durrell, vese decote superado en consideración por unha Margaret Atwood ou unha Alice Munro máis “postmodernas” á hora de narrar.

Robertson Davies é un mestre á hora de xogar coa perspectiva e un home dunha cultura abafante. Non precisa de autoficcións nin andrómenas polo estilo para construír unha serie de novelas de indudábel interese. “O quinto en discordia” acolle unha historia común, narrada en analepse polo mesmo protagonista, na que se debullan acontecementos tan variopintos como o desenvolvemento da Primeira Guerra Mundial na coñecida fronte do Marne, a renuncia ao trono do rei Eduardo VIII para poder casar coa polémica americana Wallis Simpson ou o funcionamento da Sociedade Boileana de Oxford. O segundo volume, “Mantícora” é o máis complexo a nivel discursivo, e está baseado nunha terapia psicoanalítica desenvolvida baixo os preceptos de Carl Gustav Jung. O analizado é David, o xoven fillo do millonario Boy Staunton. O terceiro volume, “O mundo dos prodixios” céntrase na figura de Paul Dempster, neno nacido nos albores da primeira novela e transformado en artista de sona internacional. Como xa dixen antes, o tratamento dunha historia dende tres perspectivas e con tres modos discursivos lembra formalmente ao “Cuarteto de Alejandría” de Lawrence Durrell, outro mestre na arte da elipse enchida grazas ao flash-back.

Á parte destas cuestións argumentais e formais convén destacar que Davies é un escritor dunha fluidez envexábel. Quen de escribir sinxelo namentres conta feitos ás veces moi complexos. Isto converte á súa triloxía nunha lectura que se pode afrontar dende diferentes puntos de formación. O experto atopará todo o dito anteriormente e moito máis. O profano terá unhas novelas ben escritas, cunha prosa brillante sen estridencias, de trama realista e con certo ton de aventura contemporánea que de seguro será do seu agrado.

La inteligencia alemana

Martes 26 de abril de 2011

En términos de geopolítica, ya nadie recuerda cuando un país europeo (Rusia no cuenta para estos menesteres) ostentaba el trono de gran potencia. Por suerte la Historia está ahí para recordar que en sucesivas etapas España, Francia, Reino Unido y Alemania han dominado con su poderío económico, político y cultural. Es probable que entre los Estados Unidos, China y la India tal cosa no vuelva a suceder en mucho tiempo.

El dominio alemán fue el más efímero, el menos claro (compartían los germanos poder con el Imperio Británico) y también el que peor huella ha dejado. El relato histórico ha creado una solución de continuidad entre la consolidación de Alemania tras la guerra franco-prusiana de 1871 y la progresiva creación de una mentalidad de señores que concluyó en las teorías raciales y políticas de los acólitos de Hitler con el resultado que todos conocemos. De nada sirve que conocidos cosmopolitas como Stefan Zweig hayan hablado de la “Edad de la Seguridad” para referirse a la época anterior a la Primera Guerra Mundial o que la Constitución de Weimar sea aún a día de hoy modelo para toda Constitución democrática que se precie, por encima incluso de la archicitada Constitución americana.

Una parte de la mala fama alemana se debe, como ya hemos dicho, a circunstancias históricas. Pero estas circunstancias no suponen ni suponían en su momento una impugnación completa del pensamiento germánico. Esa protesta fundamentada llegó de la mano de Hugo Ball en su “Crítica de la inteligencia alemana”, obra publicada en 1919 y que ahora reedita la siempre cuidadosa editorial Capitán Swing, de la que ya hemos hablado en alguna ocasión por su capacidad para escoger para publicar buenos libros.

Hugo Ball es un personaje que seguro atrae la atención de mi compañero de fatigas críticas Jaureguizar. No en vano, fue uno de los fundadores del “Cabaret Voltaire”, y si se buscan imágenes suyas en el omnisciente Google lo veremos con un atuendo a medio camino del una persona estrafalaria y el hombre de hojalata del Mago de Oz, ofreciendo un recital de los primeros poemas dadaístas. No duró demasiado al lado de Tristan Tzara y se dedicó a otros menesteres, como el de criticar la cultura alemana o describir el cristianismo bizantino. Su temprana muerte, con solo cuarenta y un años, impidió que llegase a ver cuán profético resultaba aquel libro escrito tras el trauma de la Gran Guerra.

De todo lo dicho podrían deducirse varias cosas. Por ejemplo, que Ball era un antialemán. Falso, y su admiración por Thomas Münzer así lo demuestra. Si no era proalemán, quizás fuese favorable al “lobby judío”, muy poderoso entre la intelectualidad. Falso también, Marx y Lasalle reciben una buena cantidad de golpes dialécticos sobre todo por su vinculación con Hegel y su idealismo, que ni con su ideario socioeconómico se puede compensar. ¿Protestante o cristiano? Pues ni una cosa ni otra. Si Lutero es el Anticristo por su defensa de los privilegios de los nobles en las revueltas campesinas y por su “entrega al despotismo”, la Iglesia católica no puede ofrecer mucho más cuando el mismo Jesucristo se contradice afirmando que “mi reino no es de este mundo” y que “sobre [Pedro] edificaré mi Iglesia”. En resumen, un francotirador. Lutero, Hegel, Bismarck son poderes de las tinieblas. Schopenhauer se yergue como el detentador de la única filosofía posible, la del pesimismo y la búsqueda de la verdadera paz interior.

“Crítica de la inteligencia alemana” es uno de esos libros poco conocidos pero con una enorme huella. Gracias a él podemos explicar las bases seculares de cierta corriente política por fortuna sumergida ya. Es un libro que creó y crea imágenes. Y en nuestro mundo actual, la imagen, de una u otra manera, ofrecida por un televisor o construida por un libro, manda. Eso sí, el sábado es día del Libro: por una vez, huyan de la imagen y refúgiense en la página escrita.

Optimismo informado

Lunes 18 de abril de 2011

Lo reconozco: soy un pesimista. Disculpen que les haga esta afirmación de manera tan abrupta, pero es necesario declararlo de entrada para que sepan a qué atenerse en el resto del texto. Creo que ya lo era desde los albores de mi pensamiento intelectual maduro y lo confirmé de manera definitiva después de empaparme (y divertirme) con el “Cándido” de Voltaire, su parodia de las novelas bizantinas y su profesor Pangloss, que a la manera de Leibniz consideraba que vivimos en el mejor de los mundos posibles. El ácido Voltaire ha quedado como un paradigma de lo pesimista cuando su actitud, como bien demuestra en el “Diccionario filosófico”, es la de un meliorista, aquel que piensa que el mal y la ignorancia son susceptibles de ser suprimidos y que, por tanto, puede alcanzarse un estado mejor de cosas que el actual. Leer a Schopenhauer y Kierkegaard no contribuyó a que fuese uno la alegría de la huerta mental.

En estas estábamos cuando me encontré en la librería la pasada semana con un título, “El optimista informado”, y una provocadora pregunta a modo de subtítulo: “¿tiene límites la capacidad de progreso de la especie humano?” Di por supuesto que el autor, el polígrafo y polémico Matt Ridley, se refería al progreso material o económico y no al intelectual o moral. Estaba en lo cierto: nada más abrirlo comprobé que el libro tenía su correspondiente dosis de estadística e historia comparativa. Nada nuevo bajo el sol.

Lo que sí es nuevo es la perspectiva del autor. Cansado del catastrofismo de la corriente liderada por Al Gore se propone demostrar que el mundo marcha (como diría King Vidor) y lo seguirá haciendo cada vez mejor. No es que estemos mejorando: es que no hemos dejado de mejorar en los últimos trescientos años. ¿Por qué? En síntesis, porque Adam Smith nos protege. La clave de la mejora humana no está en los genes, la antropología, la costumbre, las relaciones sociales o las modificaciones cerebrales. Está en el intercambio. Y no en un tipo de intercambio cualquiera sino en el comercio más librecambista posible. Quizás sea el momento de mencionar que el autor, al margen de optimista, ha sido presidente de un banco al que llevó a tal crisis que tuvo que ser rescatado por el gobierno británico.

Ridley no es tonto. Sabe que su tesis es provocadora. En palabras del Ferrater Mora (el mejor diccionario de filosofía que yo conozco), “ningún optimismo tiene muchos defensores entre los filósofos y sus manifestaciones son escasas en comparación con las varias formas de intenso pesimismo”. Por eso deja al margen el progreso moral e intelectual, con sus dilemas éticos correspondientes, y se cubre las espaldas con una lluvia de datos difícil de contrarrestar. Su optimismo es informado pero eso no lo convierte en racional. Para serlo debería afrontar el duro reverso de la moneda.

Llegado el momento de las confesiones, y ya que les he dicho que soy pesimista, les comentaré también que simpatizo con el utilitarismo y en particular con la ejemplar figura de John Stuart Mill. Creo recordar que la máxima utilitarista era “el mayor bien para el mayor número”, con un corolario-objetivo evidente, “todo el bien para todos”. En ningún lugar he leído que se pueda hablar de “el mayor bien posible para el mayor número posible”. Por ahí flojea Ridley: las subidas globales en renta per capita o esperanza de vida no pueden esconder que un habitante de Sierra Leona vive solo 37 años o que en Corea del Norte se sufren periódicas hambrunas. También yerra por tendencioso en ocasiones: considera posible adelantos técnicos que resuelvan el problema de las nucleares (de Fukushima ni hablamos) pero no contempla aquellos que optimizarían el uso de algunas renovables que, tal y como están ahora, son de todo menos ecológicas. En fin, un libro para reflexionar y pensar críticamente. Con mucho ruido y bastantes nueces. Pero con aristas que cortan como cuchillos.

Una década más

Miércoles 13 de abril de 2011

Se cumple este año una década desde la publicación de “Del amanecer a la decadencia”, una de las mejores historias culturales entre las que abarcan las Edades Moderna y Contemporánea. La obra tiene la particularidad de ser la mejor y más completa obra nunca escrita por un anciano. Su autor, Jacques Barzun, la culminó con casi 94 años y en la actualidad es uno de los grandes intelectuales vivos, próximo a cumplir los 104 años e imitando la facundia de la senectud que ya alcanzaran un Tiziano o un Hans-Georg Gadamer. Francamente, uno no se imagina con esa edad escribiendo una obra de 1.200 páginas. Ni siquiera manteniendo este blog.

Además, no estamos ante una obra convencional. Podría haber optado Barzun por demostrar sus conocimientos de manera lineal. Pero escoge un triple nivel de narración: el grueso de la obra es una historia al uso; la interrumpen de vez en cuando disquisiciones sobre personajes concretos, de lo más conocido como Erasmo o Lutero a otros francamente desconocidos para el lector español como Jan Comenius (Komensky) o David Agate; y, para finalizar, la ilustran citas al margen, casi a imitación de los post-it, sobre diversos aspectos que complementan el relato principal.

Barzun maneja una serie de conceptos vertebrales (análisis, emancipación, abstracción, etc.) y progresivamente deriva hacia un tratamiento más analítico y menos histórico de las cuestiones. La perspectiva favorece al entretenimiento en los capítulos que nos conducen hasta el siglo XX. Allí todo se hace más confuso pero Barzun sabe salir de la confusión con una mirada lúcida e inteligente.

Publicado por la editorial Taurus, “Del amanecer a la decadencia” es uno de esos libros imprescindibles para todo aquel que desee formarse sobre la globalidad de la cultura.

Vidas con interés

Sábado 9 de abril de 2011

Hace unos años encontré El Dorado literario. Fue en una reseña de J-C Mainer a la en aquel momento última novela de Javier Marías. A mí este autor siempre me ha parecido un pésimo escritor: ficcionalmente pobre, lingüísticamente desastroso e incapaz de aplicar siquiera malamente los principios del realismo literario al que sus novelas, evidentemente, le adscribían. Mainer hablaba en ese texto de “autoficción”, definida como “artefacto literario que borra adrede las lindes entre la autonomía de la imaginación y la experiencia personal del narrador”. Ahí lo entendí todo: no es que Marías fuese un mal escritor. Es que su vida era monótona y se empeñaba en contárnosla de manera contumaz. Por desgracia no es el único dedicado a este menester, otros cojean del mismo pie y también son jaleados por el sistema.

Acabemos con las ironías y las críticas destructivas y afirmemos que un escritor solamente debería contar su vida cuando ésta tiene verdadero interés o, si no, no contarla en absoluto. Nos va muy bien sin saber nada de Shakespeare y en el “Quijote” solamente se desliza la historia del “Capitán Cautivo” como retazo biográfico cervantino. El problema es que eso crearía problemas para publicar a más de uno (y una, aquí sí conviene utilizar los dos géneros). Cuando esa vida tiene el suficiente interés la “autoficción” genera monumentos literarios de primera. Por ejemplo, el escritor ruso Solzhenitsyn pasó, sucesivamente, por el GULAG, por un pabellón de cáncer y por una “sharaska”, campamento especial para científicos. De cada una de sus experiencias nació una gran novela.

Últimamente se han publicado en español las memorias de uno de esos escritores que con su vida construyen novelas del mayor interés. Se trata de Arthur Koestler. A Koestler se lo presenté hace unos meses cuando se reeditó su mejor y más polémica novela, “El cero y el infinito”, y si buscan en la hemeroteca encontrarán dos referencias a su vida: su fama de asaltante de mujeres y su muerte por suicidio como forma de promocionar una asociación que abogaba por la eutanasia como solución a las enfermedades irreversibles. Ninguno de estos dos acontecimientos es recogido en “Flecha en el azul” y “La escritura invisible”, los dos tomos en que se dividen estas “Memorias” y que Lumen publica conjuntamente por primera vez en español.
Koestler fue el perfecto hijo de su tiempo, o más bien cabría decir de sus tiempos, con un ostentoso plural. Su vida recorre muchos de los extremos de la “edad de los extremos”, tal como bautizó Hobshawn al siglo XX. Su nacimiento dentro del Imperio Austro-Húngaro, pero en sus márgenes (era judío y húngaro); sus vivencias con Jabotinski en lo que fue la semilla del estado de Israel; sus intereses científicos, culminados por un viaje a tierras inexploradas; su vida compartida con los bohemios en el Berlín expresionista y el París de Picasso; y, sobre todo, sus contactos con los dos totalitarismos que marcaron el siglo XX: el nazi y el soviético.

Si se quiere saber mucho sobre el totalitarismo conviene leer la obra cumbre de Hannah Arendt. Si se quiere saber sobre los dictadores que lo personificaron están los clásicos de Richard Overy y, sobre todo, Allan Bullock. Pero si se quiere saber cómo pensaban comunistas y fascistas de a pie, conviene leer a Koestler. Él vio las rendijas del sistema soviético como militante del Partido y visitante de las llanuras de Ucrania durante la terrible hambruna de 1932-1933. La experiencia le llevó a abandonar las ideas comunistas. Y también vio no sólo lo terrible que podía resultar Hitler sino lo que podían hacer sus acólitos menores, los fascistas españoles, que a punto estuvieron de acabar con él en los inicios de la Guerra Civil, que cubría como periodista.
Las novelas de Koestler tienen pulso de “autoficción”. Su vida también lo tuvo. Sus memorias, escritas en un estilo que mezcla con acierto la divulgación periodística y la trama novelística, son toda una noticia editorial. Yo he decidido hablarle de ellas (y de otros muchos libros) a Inés, a quien va dedicada esta reseña. Solo le quedan cinco días menos para saber qué es la literatura.

Admiración

Lunes 4 de abril de 2011

En estos días he tenido que responder a algún amable lector acerca de mis escritos y cierta ausencia en ellos de lo que más estrictamente se puede denominar “crítica”. Es decir, hay lectores a los que les gustaría que diese más caña, que fuese más polémico. Respeto sus opiniones (cómo no), pero por el bien de mi salud mental entenderán que, entre los cientos de libros que se publican semanalmente en España, escoja para comentar aquellos que tienen una calidad indiscutible fundada en el paso de los años (siglos en ocasiones) o en el prestigio intelectual y literario de sus autores. Ahora bien, siempre puede caer alguna crítica de Javier Marías y los que buscan carnaza tendrán una poca. Se lo prometo.

Aunque no es habitual que uno odie libros y autores, tampoco es muy frecuente que uno se rinda a una admiración sin límites dedicada a alguien. Y esto es todavía menos frecuente si ese alguien se sitúa en las antípodas ideológicas de uno. La persona a la que más admiro intelectualmente hablando ha visto como hace muy poco se editaba en español su último libro, “Lo que yo creo”. Es el profesor Hans Küng y puedo afirmar sin rubor que, pese a haber renegado hace años del catolicismo, no hay día que pase que no coja o desee coger uno de sus libros y leer unas cuantas páginas, al azar, sobre los más diversos temas.

Küng es el teólogo más importante vivo (Ratzinger incluido), el más influyente, el que mejor divulga la religión basada en el magisterio de Jesús de Nazaret y también el más abierto a discutir sobre religión y humanidades en general con cualquiera que esté en desacuerdo con él, bien a través de sus libros, bien a través de un torrente de conferencias que le han llevado a dar varias vueltas al mundo. En Galicia lo pudimos comprobar en 1995, cuando Darío Villanueva se encargó de traerlo a la USC. Por aquel entonces su proyecto de una Ética Mundial estaba en pañales, ahora se impone en el seno de la ONU post-Bush gracias a la superación del “choque de civilizaciones” tal y como lo entiende Samuel Huntington.

El teólogo suizo es además un literato de primera, reconocido por asociaciones de escritores como el PEN Club, lo que le permite, a su edad, reescribirse sin que el resultado sea un pestiño horroroso incapaz de ser vendido como libro a alguien que tenga dos dedos de frente. Así, este “Lo que yo creo” recoge temas de otras obras como “Ser cristiano”, “¿Existe Dios?” o “El cristianismo”. Pero los trata desde una perspectiva más cercana a la divulgación, basada en las preguntas más habituales que Küng ha tenido que responder durante todos estos años. ¿Por qué Dios no interviene en las catástrofes? ¿Cuál es el sentido de la vida y cómo responder a ese sentido desde una perspectiva cristiana? ¿Cómo se puede sostener cierta alegría vital?

No se evitan los temas más espinosos. Reconoce Küng (y por reconocimientos como este le fue retirada la licencia para enseñar en 1979) que ver a Jesús orando en el Vaticano o en la Casa Blanca con Bush sería inimaginable, una escena digna del Gran Inquisidor de Dostoyevski. También hace votos por el ecumenismo, el disfrute de una sexualidad sana e incluso los testamentos vitales y la eutanasia. Pero al mismo tiempo combate al nihilismo que se deriva del ateísmo, a veces de manera un poco extemporánea como cuando coloca contraejemplos extremos para desacreditar el científico y excelente “El espejismo de Dios” del científico Richard Dawkins. Su argumentación solo aparece contaminada por la fe más extrema a la hora de la tratar la relación de la religión con los milagros, cuando reconoce la validez de las curaciones carismáticas de Jesús. Un desliz lo tiene hasta el mejor escribano. Y Küng es un escribano de primera. Tanto que desde aquí se le puede declarar una rendida admiración y se puede animar a todo aquel que tenga espíritu humanista a leer sus obras y disfrutarlas.