Histórico de noviembre de 2011

Criticar al crítico

Miércoles 30 de noviembre de 2011

El estado de la crítica literaria actual es, como otras muchas cosas que nos rodean, cuando menos confuso. En la crítica académica nos encontramos con oleadas de estudiantes que eligen programas de Teoría de la Literatura y Crítica Literaria para después estudiar cine, videoclips, fotografía o videojuegos. Muy respetable, pero algo incomprensible. Los que optan por fenómenos puramente relacionados con ese artefacto que es el libro se escoran hacia los Estudios Culturales (el sexo del escritor, su raza o su religión) o los Post-Coloniales (aquí no hace falta aclarar nada). Por lo tanto, un determinado tipo de crítica va camino de la extinción o, cuando menos, de convertirse en algo residual. Es la crítica basada en criterios estéticos, lingüísticos y comparatistas que se enraíza en una tradición determinada, bien nacional bien universal.

Claro, que esta crítica que podemos llamar “estética” no es el bálsamo de Fierabrás para todos los males de los Estudios Literarios. De hecho, hacer crítica de esta manera supone encumbrar a ciertos estudiosos hasta convertirlos en una especie de Papas de las letras. Esto sucedió, en buena parte del siglo pasado, con la figura de Thomas Stearns Eliot. Ahora la editorial Lumen recupera algunos de los mejores ensayos del autor de “La tierra baldía” y permite que sigamos, por la vía de una organización cronológica, la evolución de su pensamiento literario.

He de reconocer que tenía sensaciones contrapuestas a la hora de afrontar el libro. Por un lado, Eliot es uno de los mejores, sino el mejor, poeta norteamericano del siglo XX (en dura pugna con Wallace Stevens) y desde luego el más influyente. Sin embargo, al conocer como conocía su trayectoria crítica, se levantaba ante mí una barrera infranqueable. ¿Cómo juzgar con benevolencia al padre del neocristianismo en la literatura? ¿A un hombre capaz de mentar al fascista Charles Maurras a la hora de definirse como “conservador, monárquico y cristiano”?

Si superamos la barrera y leemos con atención, sorprende encontrar a un T.S. Eliot de opiniones muy arriesgadas respecto al canon tal y como nosotros lo conocemos. Por ejemplo, vemos como ataca “Hamlet” y a Shakespeare en general para poco después encumbrar a una serie de dramaturgos isabelinos –Tourneur, Middleton, Ford, Webster– que ni se acercan al bardo de Stratford en osadía lingüística y profundidad en la trama. Si con el teatro no tuvo éxito, en la poesía dejó una huella profunda. John Milton, de quien no hace mucho hablamos aquí por su “Areopagitica”, fue proscrito por eliminar las posibilidades del “verso blanco” en inglés… y por ser un puritano de tomo y lomo. Por suerte, en su lugar fue encumbrado John Donne (les ahorraré la descripción del “bonito” mundo literario que tendríamos si Andrew Marvell hubiese sido el agraciado con las buenas palabras de Eliot).

A Eliot, en lo crítico, se le puede aplicar ese refrán tan gallego de “fai o que eu digo e non o que eu fago”. Condujo por las veredas ya comentadas a cientos de críticos y dejó huella indeleble en la literatura crítica inglesa. Pero en su actividad como poeta se resistió siempre a reconocer influencias más inmediatas como la de Walt Whitman. Prefirió a Dante, a Baudelaire, a Jules Laforgue (ignorando que los versos de éste estaban inspirados en Whitman) o a Tristán Corbière. El ensayo dedicado al poeta florentino es una muestra de la profundidad crítica de Eliot y de su gran habilidad como lector.

Los ensayos de madurez hacen que el espejo de Eliot nos devuelva una imagen muy distinta: la de un escritor que sabe que se puede “criticar al crítico” y que es consciente de que sus posiciones de juventud tienen el deje de la “boutade”. Imagínense lo que pasará con este artículo dentro de veinte años. Por lo pronto, me guardo el libro de Eliot. Creo que en el futuro lo necesitaré.

Filólogos en paro

Jueves 24 de noviembre de 2011

Les extrañará el título del artículo de hoy. Quizás se pregunten si este pobre crítico les martirizará con la precariedad laboral existente en España y arremeterá contra el político que no ha mostrado soluciones o contra el que no parece tenerlas para el futuro. Tranquilos, no hablaré nada de política. ¿Y si les digo que el libro que criticaré esta semana es una crónica de viajes escrita en 1914? Ahora sí que no entienden nada.

Déjenme explicarles. Érase una vez una editorial radicada en A Coruña, especializada en libros de viajes. Se llamaba Ediciones del Viento. Gente honrada (se supone), que no buscan el mirlo blanco del best seller, que saben que lo suyo es prácticamente una causa perdida. Esta editorial decidió un día publicar “El río de la duda”, relato escrito por Theodore Roosevelt, quien fuera presidente de los Estados Unidos. No sabemos si la iniciativa original la tomó la editorial o, simplemente, a ella llegó uno de tantos manuscritos, firmado en esta ocasión por el traductor Jaime Moreno Tejada, presentado como “Doctor en Historia Amazónica por la Universidad de Londres”.

Lo que sí sabemos es que el libro cuesta veintidós euros. Y suponemos que se van a vender más de cuatro ejemplares. Solo con lo que la editorial sacase de esos cuatro ejemplares, hubiese contratado por tres horas a un filólogo competente, de esos que abundan en el paro. Llegamos al final del razonamiento: ese filólogo le hubiese evitado a la editorial el ridículo de publicar semejante atentado al diccionario.

Paso a relatarles. En la página 47 me encuentro la palabra “abilidad”. Una errata, muy grave, pero se puede escapar. En la 72, y con pocas líneas entre ellas, “savana” y “corage”. Reprimo mis instintos más básicos –quemar el volumen en una de esas hogueras tan típicas ahora mismo en pueblos como Becerreá, que lo mismo calientan que ahúman chorizos– y continúo, a ver qué demonios me va a deparar la lectura. En la 175 me encuentro un “regozijo”. En la 192, y para colmo de mi furiosa indignación, aparece un “tubieron”. Todo esto regado aquí y allá con un uso demencial de la puntuación, unos errores en los acentos que ni un niño de tercero de Primaria y otras vergüenzas ortográficas que no puedo relatar porque se me acaban el espacio y la paciencia. Les digo que ni la solapa se libra de las faltas. Ve uno esto y varios pensamientos se le vienen a la cabeza: ¿es el traductor un incompetente? ¿Es el responsable de publicaciones de la editorial un ciego? ¿Cómo se puede permitir esto con la cantidad de correctores potenciales que están trabajando en cafeterías?

Y ustedes me preguntarán: ¿cómo es que ha acabado el libro? Respuesta: en buena medida, por una cuestión de bibliomanía; por otro lado, apareció la curiosidad morbosa de saber a dónde podría llegar la vesania homicida contra el bien escribir.

Lo peor de todo es que semejante presentación arruina un libro interesante protagonizado por un político más interesante aún. Theodore Roosevelt es, todavía, la persona más joven que ha ostentado la máxima autoridad en los USA, aunque bien es cierto que llegó a ella por el asesinato de McKinley. Inventó la política del “Big Stick” y lideró a su país de manera tan carismática que todavía uno de los salones principales del ala oeste de la Casa Blanca lleva su nombre. Creador del Partido Republicano tal y como lo conocemos hoy en día, cuando fue expulsado de él fundó un tercer partido y consiguió ganar al republicano Taft, aunque fue derrotado por Woodrow Wilson. Hecho todo esto, decidió recuperar su afán aventurero y cazador y se enfrascó en remontar el “Río de la Duda” para saber su longitud, caudal, fauna y desembocadura.

Al leer su aventura, uno se queda fascinado por la valentía para superar con casi 60 años todos los obstáculos de una expedición así. La presencia de pirañas, caimanes y serpientes. Los rápidos, que hacen que las canoas deban transportarse continuamente por tierra haciendo más lento el viaje. La desorientación que produce no saber si se está a 100 o 500 kilómetros de la meta mientras la provisiones se agotan. La angustia de ver a Kermit, su propio hijo, jugarse la vida para salvar la expedición. Pero todo esto no sorprende si uno ha leído con cierta atención a Rubén Darío. Ya lo dijo el poeta nicaragüense: “Eres soberbio y fuerte ejemplar de tu raza”. Tan duro como su rostro tallado en piedra en el monte Rushmore. Una pena que algunos gaznápiros hayan destrozado algo que valía la pena. Roosevelt sabrá esperar una traducción mejor.

Perestroika 2011

Lunes 21 de noviembre de 2011

Hablar y leer sobre el final de la Unión Soviética me trae agradables recuerdos. Mis padres, en un denodado esfuerzo porque no fuese un ganapán, me ayudaban a mi tierna edad leer el periódico y me dejaban ver el Telediario de la noche (en aquel momento solo había una cadena, así que prescindiré de más precisiones), lo que hace que cierto señor con una mancha roja en la cabeza haga despertar en mí recuerdos del Lugo de los años 80. Y no son malos recuerdos, todo lo contrario.

Muchos años después de esta infancia, conforme adquiría mi ideología política, comencé a interesarme por la Unión Soviética al margen de la contingencia de su derrumbe a partir de 1989. Descubrí la existencia de Solzhenitsyn, al que solo pude leer cuando algunas editoriales españoles salieron de su habitual pasmo e hicieron que sus libros estuviesen en las librerías más decentes de una ciudad como Lugo. Esto sucedió hacia 2004. Casi nada.

Como el retraso en publicar determinados libros ya es algo endémico, no sorprende que el libro que les traigo esta semana a estas “gotas” fuese publicado en 1994 y a poco más aparezca por España en 2012. Se trata de “La tumba de Lenin” y retrata con una gran minuciosidad la caída del régimen soviético, comenzando por la llegada de Gorbachov al poder y terminando por su salida de él tras el golpe de Estado de 1991. El autor, David Remnick, ha adquirido cierta fama en los Estados Unidos por ser autor de las biografías de Muhammad Alí y Barack Obama. Pero antes de escribirlas ya había hecho méritos como corresponsal del “Washington Post” en la URSS y como director del “New Yorker”. En resumen, un tipo fiable, que ha vivido lo que cuenta y que además sabe relatarlo.

Toda Revolución necesita sus referentes morales. En el imaginario colectivo de Occidente, no sé exactamente por qué, este papel recae en Gorbachov. No poco debió de influir el hecho de que le concediesen el Premio Nobel de la Paz. La “perestroika” es un término para la Historia. Sin embargo, Remnick muestra con toda crudeza la realidad de las posiciones políticas del último Secretario General del PCUS: Gorbachov era alguien convencido de las virtudes del socialismo soviético y, a pesar de la “glasnost” y demás zarandajas, un tipo con serios reparos a la hora de tratar al más demócrata Yeltsin y ya no digamos a aquellos que reclamaban la recuperación de la memoria histórica.

Para referente moral de esos tiempos, y en ausencia de un Solzhenitsyn exiliado en los páramos del estado americano de Vermont, Remnick escoge a Andrei Sajarov. No le falta ninguna razón. Sajarov ha desaparecido de la memoria colectiva en Occidente y necesita urgente rehabilitación. Una buena oportunidad hubiese sido recordarlo con motivo de la muerte de su viuda, Yelena Bonner, también activista por los derechos humanos, acaecida en junio de este mismo año. Solo un periódico español se dio por enterado de la noticia. Se ve que no la atropellaron dos jabalíes.

Andrei Sajarov era un científico destacado, de hecho el padre de la bomba atómica soviética (con la inestimable ayuda del espía Klaus Fuchs). Al mismo tiempo era un humanista de nivel y un político incorruptible, lo que le valió el exilio interior y todo tipo de condenas en su país. No llegó a ver la democracia en Rusia, ya que un infarto fulminante lo mató en plena época reformista, un mes después de la caída del Muro. Ahora tendría noventa años y tampoco acabaría de verlo claro.

Y es que el libro de Remnick es, sobre todo, una crónica del ser ruso, del funcionamiento de un país que tardará generaciones en reponerse del terror leninista y estalinista. Desfilan ante su magnetófono y pluma los “padres políticos” de un Putin ex agente del KGB y de todos aquellos que buscan la recuperación de la Unión Rusa. De nuevo, la historia nos ayuda a comprender la geopolítica. A ver más allá de debates ligeros como plumas y de soluciones de anteayer para problemas de pasado mañana.

Historia del cristianismo

Martes 8 de noviembre de 2011

En los últimos tiempos, la Iglesia Católica es noticia en España (y más concretamente en Lugo) por defender una serie de causas que poco o nada tienen que ver con su historia más venerable (todo lo relacionado con la defensa a ultranza de la familia es una derivación de la “Humanae vitae” de Pablo VI) o por la aparición de prelaturas, grupos o familias cuyo trabajo de proselitismo, visto desde fuera por un observador más o menos imparcial, no parece tener demasiado de apostólico. No son los únicos defectos de la Institución, pero sí los algunos de los más acuciantes.

La asunción de este tipo de posiciones acerca de la familia y de un determinado tipo de agrupación dentro de lo religioso tienen, en mi opinión, el inconveniente de alejar a la Iglesia de una posición en la que podría encontrarse mucho más cómoda: la de creadora de una tradición cultural y ética que ha sobrevivido a la caída de todos los imperios desde Roma. Una tradición que, de una u otra manera, está presente en los cinco continentes y constituye un soporte formativo para cualquiera que quiera entender la cultura occidental y una estructura moral que, con pulir algunos defectos, debería tender a hacer mejores a los seres humanos.

Por suerte, de vez en cuando se publica un libro que recoge estos valores culturales de la religión cristiana, entendida de manera ecuménica y alejada de los radicalismos romanos u ortodoxos. En este caso, la editorial Debate publica “Historia de la Cristiandad”, de Diarmaid MacCulloch, un libro con un éxito notable en las librerías de los Estados Unidos, hasta el punto de ser nombrado uno de los libros del año 2010 por el suplemento literario del New York Times.

Me imagino que la mayor parte de ustedes no estarán demasiado versados en manuales sobre Historia de la Iglesia. No son libros comunes y a veces tienen un número ingente de volúmenes. En muchas ocasiones se pasan de confesionales y desatienden las más elementales convenciones del trabajo histórico y literario (es el caso de la “Historia de la Iglesia” de la editorial BAC). El mejor que yo conozco es el de Hubert Jedin, pero está agotado y en Lugo, que yo sepa, solo se puede consultar en el Seminario. En un volumen, es referente el trabajo de Hans Küng y en dos el de Joseph Lortz.

MacCulloch es un historiador serio, especializado en la Reforma. Su trabajo es exhaustivo y no muestra grandes fisuras. De hecho, sacrifica con acierto la narración de algunos periodos históricamente confusos y que suelen absorber muchas páginas de obras de este tipo (los sufrimientos del cristianismo primitivo) a favor del desarrollo de la religión en países como Corea del Sur o Ghana. En lugar de llevar una cronología estricta que, a partir de los concilios de Nicea y Calcedonia, crearía una confusión creciente conforme la herencia de Cristo se fue fraccionando por las opiniones de sus seguidores (convenientemente asesorados por la divinidad), prefiere tratar las diferentes Iglesias en bloques. El método resulta útil para consultar, por ejemplo, quiénes son los coptos que han sido asesinados en las últimas semanas en Egipto y por qué reniegan del concilio calcedonio y del Papa de Roma.

La apertura de miras del autor tiene un gran interés y variedad. Estudia con la misma pasión a miafisitas que a mormones. Y no echen en saco roto llegar a aprender algo de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días: el republicano mormón Mitt Romney podría llegar a presidente de los Estados Unidos. De hecho, viendo a los otros candidatos y sus ideas sobre la relación entre los huracanes y el mal en la tierra (Michele Bachmann es un ejemplo) quizás sea hasta recomendable. Al fin y al cabo, es tan rompedor un presidente negro como un presidente mormón.

El lector corriente encontrará una obra compleja, pero bien escrita, sencilla de leer y bien estructurada. Es decir, una obra con salida para la inmensa mayoría. La inmensa minoría puede quedar decepcionada por ciertas elecciones. Por ejemplo, el contraste entre el mayor grado de profundidad a la hora de explicar a Agustín de Hipona y la escasa relevancia de Tomás de Aquino, todavía referente de la escolástica católica. También se puede achacar al autor un excesivo anglocentrismo en las fuentes: escribir historia del cristianismo sin consultar las mejores fuentes en alemán es una temeridad. Pero son pecados menores. Algo más grave es que el autor parezca creer a pies juntillas en las apariciones marianas decimonónicas. Qué le vamos a hacer. Hasta el mejor escribano echa un borrón. Yo no he dejado de leer con fruición la obra y espero que ustedes, por el bien de la cultura, hagan lo mismo.