Histórico de julio de 2011

Una perspectiva de lo cultural

Lunes 18 de julio de 2011

¿Qué es la cultura? Una pregunta que tortura a todos los lectores, escritores, críticos y en general miembros de una determinada rama productiva de la sociedad. No, no esperen respuestas por mi parte aunque podría dar dos, una de carácter más abierto y otra mucho más restrictiva. No es este el lugar para responder. Lo único que puedo afirmar más allá de toda duda razonable es que la conformación de un concepto determinado de cultura exige la posesión de una cosmovisión (la que sea) y una capacidad para el análisis de los elementos que rodean a los fenómenos culturales.

Herbert Read lo entendía así, por eso la colección de ensayos que Cátedra reúne ahora bajo el título “Al infierno con la cultura” trata de materias muy diversas y no siempre en exclusiva sobre arte. De hecho es un libro más político que muchos de aquellos que dicen tratar de la res pública y se limitan a historiarla de manera parcial y/o inconsistente.

Read era un anarquista y tenía un concepto de democracia muy alejado de Platón, Montesquieu, Tocqueville o Popper por citar cuatro autores que han tratado el tema y le han dado una perspectiva muy diferente. Su arte democrático no es, por lo tanto, un arte burgués sino uno próximo a las ideas soviéticas y chinas. He dicho próximo, no idéntico. El anarquismo no es ni marxismo ni una derivada de éste. Tomemos por ejemplo la siempre espinosa cuestión del genio y sus condiciones sociales. Read reconoce la importancia de las condiciones socioeconómicas y de entorno imaginativo para el desarrollo de una determinada imaginería: no es difícil explicar cierta parte de Shakespeare, verbigracia, si estudiamos el periodo isabelino inglés. Pero, una vez hecha esta explicación parcial topamos con un obstáculo insalvable: ¿cómo explicar la individualidad que ha hecho que Shakespeare sea “el inventor de lo humano” (H. Bloom dixit) y Ben Jonson un dramaturgo solo conocido por algunos ingleses y personal especializado? La posición excéntrica del genio es inexplicable para el materialismo. Lo malo es que también resulta particularmente difícil de explicar para el propio Read, que por lo menos reconoce una centralidad artística en la actividad de esas mentes prodigiosas.

El ensayo que da título a la obra contiene las explicaciones del crítico británico a dos cuestiones más: la de la proporcionalidad y la de la belleza en la obra de arte. Sobre la primera, recuerdo una cita del escultor renacentista Ghiberti extraída de la imprescindible “Historia de seis ideas” de W. Tatarkiewicz: “la proporcionalità solamente fa pulchritudine”. Se relacionan en ella proporción y belleza. Read aparece sorprendentemente como un defensor del apriorismo de las formas en el ámbito de la cultura. Por decirlo en román paladino: resulta extraño que un crítico tan revolucionario considere tan a la ligera la posibilidad de que “determinadas proporciones en la naturaleza” sean “correctas”, en un concepto de lo bello que se aproxima más de lo debido a lo fisiológico.

Claro, que pocas páginas después encontramos, según se quiera ver, el equilibrio o la contradicción (en crítico tan fiable yo apostaría por lo primero). La belleza se desplaza al campo de lo “adecuado” y lo “funcional”: no existe el valor estético en realidad sino que cuando un objeto es hecho con técnicas y materiales adecuados y cumple su función ya es una obra de arte. El problema de esta concepción irrestricta es que resulta un poco extraño ir viendo por la Rúa Nova (o cualquier calle de esta nuestra ciudad que usted prefiera, amable lector), llaves, vestidos de novia, zapatos o mecheros que se conviertan en arte.

No se queda aquí Read: democracia, totalitarismo, pornografía en el arte, mecenazgo y patronazgo. Todo circula por sus inteligentes páginas. Las páginas de un libro que da respuestas. La belleza es un “vano fantasma de niebla y luz”, que diría Bécquer. Intenten apresarla en la escritura de un crítico lleno de lucidez.

Caza de brujas

Jueves 14 de julio de 2011

No soy demasiado aficionado al cine actual y mucho menos a ciertos personajes de la industria. Uno de ellos es el archimitificado como Apolo para la mujer actual George Clooney. Desde que lo descubrí haciendo de médico en la maltratada serie “Urgencias” me ha parecido un actor pésimo. Pero así como el mejor escribano puede echar un borrón también se da la circunstancia, más excepcional, de que un mal escribano escriba derecho con sus renglones torcidos y llenos de marcas. Clooney tuvo una buena idea cuando retrató en “Buenas noches y buena suerte” a Edward Murrow, el periodista que se opuso al alcohólico y terrible senador McCarthy y que acuñó cierta sentencia que conviene citar y no olvidar: “Debemos recordar siempre que una acusación no es una prueba y que una condena depende de la evidencia y del debido proceso de la ley”.

Ese periodo de la historia de los EE.UU conocido como el “mccarthysmo” tuvo un precedente en la caza de brujas llevada a cabo en el siglo XVII en la localidad de Salem y alrededores. El paralelo entre los procesos surgidos de ambos acontecimientos, con la brujería y el comunismo de trasfondo, podría parecer evidente, pero solo un hombre supo explotarlo de manera artística y desarrollar una obra que, con la literalidad del texto puesta al servicio del acontecimiento más antiguo, describiese facsimilar y alicatadamente lo sucedido tras la Segunda Guerra Mundial en la “tierra de los libres”. Ese hombre fue Arthur Miller.

Miller, fallecido en 2005, es uno de los grandes genios del teatro americano del XX. Su “Muerte de un viajante” contiene una intensidad tan grande a la hora de valorar el sueño americano que, solamente por ella, podría situársele por encima de Tennessee Williams o Eugene O´Neill. Aquí, a pesar de recibir el Premio Príncipe de Asturias, ha sido leído poco y mal, por lo que su existencia para el común de los mortales cultos se resume en los cinco años en los que sus sempiternas gafas fueron el accesorio más cercano del mundo a los deseados labios de Marilyn Monroe. No es poca cosa.

La editorial Cátedra ha editado en su siempre fiable (me atrevería a decir brillante, incluso) colección “Clásicos Universales” “El Crisol”, la obra ya anteriormente descrita, en la que se tratan los dos momentos de la historia americana en los que la histeria llegó tan lejos que estuvo a punto de sumir al país en el caos de una teocracia (primero) o de la abolición de facto de la conocida “Primera Enmienda”, que soporta la sacrosanta libertad de expresión en ese país.

Teatralmente Arthur Miller no fue un gran innovador. Tenía buenas historias y el discurso en el que las plasmaba no tenía que ser avanzado. Por tanto no espere el lector ni a un dramaturgo del siglo XX al uso (pongamos como paradigma a Samuel Beckett) ni a un maestro de lo metateatral como Pirandello. Para interpretar a sus personajes no hacen falta ni las habilidades miméticas de Stanislavski ni el distanciamiento brechtiano. Consciente de que, en contra de lo que se quiere hacer creer ahora mismo, el teatro está hecho para ser leído lo mismo que para ser representado, introduce la figura inicial de un narrador que aclara muchas de las circunstancias contextuales en el inicio de la obra y después se va difuminando hasta dejar hablar solos a los personajes en el tercer y el cuarto acto.

“El crisol” deja una galería de personajes para el recuerdo, con especial mención para John Proctor, que acaba erigiéndose en protagonista de la obra y portavoz de las actitudes del propio Miller cuando fue interrogado por el Comité de Actividades Antiamericanas. Su dignidad arrastra al lector/espectador hacia un profundo proceso de catarsis. Aunque los hados no intervengan en la obra como si fuera una tragedia griega, no es difícil purificar ciertas frustraciones en la persona de aquel que es sojuzgado por defender su honor (manchado por un “error funesto” con la acusadora Abigail) y que trata de mantener los restos de su dignidad a base de no juzgar a sus vecinos en el clima de terror instaurado por la justicia teocrática que representa el juez Danforth.

El canon y la novela

Jueves 7 de julio de 2011

Lo he discutido muchas veces con alumnos y profesores: aunque el canon literario esté en permanente cuestionamiento, su validez pedagógica y cultural es infinita e imprescindible. No me ha llevado demasiado llegar a esta conclusión: cuando acabé mis estudios filológicos ya estaba convencido. Recientes lecturas, sobre todo un excelente libro de Jordi Llovet sobre su trayectoria universitaria, han reavivado en mí el interés por la defensa de la recuperación dentro de los estudios de Lenguas y Literaturas (la Filología ha desaparecido por obra y gracia de Bolonia) de la Literatura Universal y el canon.
En estas estábamos cuando llegué a la página 478 del libro que les propongo esta semana, “El desguace de la tradición” de Javier Aparicio Maydeu. Y allí leo cómo T.S. Eliot y el autor ilustran mi visión acerca de la narrativa actual y sus relaciones con la pasada: “no es posible reconocer el talento sin conocer antes la tradición […] Si un lector lee a Cela puede pensar que “tiene mucho talento”. Pero si ese mismo lector viene de leer a William Faulkner…”. He aquí unos puntos suspensivos muy elocuentes (¿se nota que no soy demasiado amante de Cela?). ¿Hasta dónde llega el talento del autor y hasta dónde su relación con los escritores canónicos? ¿Puede ser buen escritor y tener talento alguien que no lea a los clásicos? ¿Sirven estas distinciones para arrumbar buena parte de lo que se publica en estos momentos y etiquetarlo bajo el ciertamente ignominioso remoquete de “paraliteratura”?
Esta columna tiene una determinada extensión y está construida para formular preguntas, no para contestarlas de la manera que sería necesario. Para eso les invito a que se pasen por el blog de un servidor que hay en la web.
Canon, tradición, autoridad… ¿pero el libro no se titula precisamente “El desguace de la tradición”? Comencemos diciendo que el subtítulo (“En el taller de la narrativa del siglo XX”) es mucho más ilustrativo aunque no impacte tanto. Aparicio se refiere con “tradición” a la novela decimonónica, de autores omniscientes que llevaban de la mano a su lector a través de las tribulaciones de la mente –femenina sobre todo– y de poblaciones como la Vetusta de Clarín. No es ninguna novedad afirmar que esa manera de novelar es arrollada en el siglo XX por diferentes personalidades literarias, todas ellas de un peso abrumador –Kafka, Proust, Joyce, Mann, Musil por citar a unos pocos–. Aparicio repasa en esta obra esta nueva tradición y la lleva más allá del límite “sacrosanto” de los años 70, para introducirse en los últimos capítulos en una postmodernidad en la que siempre es difícil bucear sin perder la perspectiva crítica.
La estructura de la obra es quizás lo más logrado. Las opiniones a las que me he referido y lo que se dice de cada uno de los autores comentados no es más (ni menos) que el producto de una buena lectura de las obras citadas y de la revisión exhaustiva de la bibliografía sobre novelística del XX, a veces con menos referencias a autores como Darío Villanueva o Pozuelo Yvancos de lo que sería menester. Pero el cómo es verdaderamente sorprendente.
Para empezar, el libro tiene aire de curso universitario: dividido en quince lecciones (las mismas que semanas tiene un cuatrimestre) y con las típicas convenciones retóricas que involucran más a un espectador que a un lector. Recurso de alto efectismo es la introducción de una gran cantidad de citas antes de cada uno de los capítulos, ilustrativas de lo que en él se cuenta. Y, consciente de la dificultad de lectura de muchas de las obras de las que se habla, el autor incluye un enorme “Apéndice A” en el que se seleccionan 121 fragmentos de novelas del siglo XX, selección lo suficientemente amplia para que no se escape nada fundamental de la renovación de la novela del XX y muestra del canon de la novela en ese siglo. Canon básico para entender el presente y el futuro. Un presente y un futuro iluminados por un buen libro como este.